Revista Literatura

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Publicado el 18 marzo 2012 por Beatrice
   –Si sobrevivimos mañana será como si hubiésemos vencido al fin del mundo ¿lo sabes, no? –dije mirándote fijamente.   –Prefiero no pensar en eso ahora. –dijiste tú, agachando tu intensa mirada verde hasta concentrarla en la gravilla del suelo de aquel sótano destartalado.   Nos habíamos escondido evitando los altercados que anunciaban el final, ese final que nosotros mismos habíamos buscado con ansia. Desde fuera llegaba el ruido y el olor a humo de las hogueras que abrasaban calles y edificios. Me acerqué para tapiar mejor los ventanucos alargados que daban visión al exterior, más por ti, que siempre terminabas más afectada por el gas, que por mí. Demasiadas batallas llevaba a mis espaldas como para que un simple olor pudiese conmigo.   Me lo agradeciste con una mirada dulce, una de esas que sólo ponías en las ocasiones especiales. Bien mirado aquella era una ocasión más que especial, posiblemente fuese la última ocasión para cualquier cosa. Te sentaste sobre una caja de madera que todavía conservaba sus seis laterales y yo encontré otra que solo mantenía cinco, pero que aguantaba mi peso y me coloqué delante de ti. Tus labios atrajeron mi atención, tal y como hacían siempre que te tenía tan cerca. El carmín violeta oscuro, como las moras de verano, se empezaba a disipar y tú te diste cuenta enseguida.   –Se va a acabar el mundo y yo sin ir bien maquillada. –dijiste con una sonrisa amarga.   Y necesité borrarla de tu rostro al instante. Por eso me lancé sobre ti, pillándote tan de improvisto que lanzaste uno de tus grititos de niña cuando caíste de espaldas sobre los sacos apilados. Luego ambos reímos, pero sin abandonar aquella posición en la que podía acariciar tu cuello con la punta de mi nariz. Te quedaste en silencio tan de golpe que me asusté más de lo que ya estaba pero entonces tus ojos me dijeron que todo estaba bien y me di cuenta de que se te habían levantado las enaguas hasta las rodillas, y de que mis piernas se habían enredado en ellas. Te sonrojaste al saberlo y me perdí en el brillo de tus ojos y en tu pecho palpitante bajo aquel corsé. Te limpié los restos de carmín con mis labios mientras tus manos se mezclaban con mi pelo y todo desapareció cuando pude acariciar tus costillas, piel con piel. Aquel maldito día podía ser el último de nuestras vidas y podíamos estar fuera, con el resto, luchando porque no fuese así o por que todo terminase tan rápido que ni nos enterásemos. Pero estábamos dentro, dentro de aquel sótano y dentro el uno del otro. Me ganaste desde la primera mirada, hacía ya meses, y me habías vuelto a ganar con aquel “si muero hoy quiero que seas lo último que voy a ver”. Cómo negarme. Cómo negarte nada. Habías llegado a mí, como un vendaval de invierno, de esos que no sabes si hielan o queman, y en mí causaste las dos cosas: me quemaste el corazón y me helaste el cerebro.    Susurré tu nombre durante horas, a cada embestida y a cada milímetro de tu piel que hice mío aquella última noche. El ruido no cesó, ni los gritos, ni las carreras aceleradas de los que huían al paso de los cascos de los caballos. Pero, aún hoy, no puedo imaginar mejor banda sonora que la de una revolución mezclada con tus gemidos y tu voz ronca al terminar. Recuerdo que me dejé caer, extasiado y mareado, junto a ti. Y que se me cerraron los ojos cuando me hundí en tus rizos rojos. Luego todo está demasiado confuso como para explicarlo.   Sé que el suelo vibró y, temiendo que las paredes se derrumbaran, te busqué a tientas. Ya no estabas allí. Recorrí aquel lugar con el corazón en la garganta, pero lo único que dejaste olvidado fue una de las plumas del tocado que solías llevar en el lado derecho.    Todavía no me hago a la idea de cómo sobreviví a aquel día y aquella noche, y me pregunto si tú también lo hiciste. Creo que fue gracias a tu idea de escondernos y dejar que los demás luchasen por nosotros, pero ojalá me hubieses dejado morir con los demás. 

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