Sevilla. En ella, el Aljarafe. Y en él, un pueblo: Tomares. Allí, una hilera de casitas antiguas de dos plantas, un tanto desvencijadas, construidas a principios del pasado siglo XX.
En uno de esos viejos inmuebles, un recién encalado patio revestido de jazmines, damas de noche, macetas con geranios rosas y gitanillas granas. Patio atrapado por la tradición y la soledad. Y en este, al fin, ella: Mercedes.
Como cada 21 de marzo, Mercedes recuerda que tiene algo que celebrar y se sirve sonriente una copita de vino dulce que eleva triunfante en un brindis por ella misma. Cada comienzo de primavera festeja su fuerza de voluntad demostrada cinco años atrás, cuando alguien -él- llamó a su puerta.
-¿Mercedes…? Soy Paco, ¿te acuerdas de mí?
Hacía ya cinco años que ella había decidido no acordarse más de él. Justo cuando se le presentaba la oportunidad de dibujarlo de nuevo en su vida, arrancó el deseo plagado de tentación del pecho y se enfrentó con su destino, que tan mal había jugado con ella en anteriores décadas.
-¿Paco…? Creo que se ha confundido usted.
-¡Soy yo, Mercedes! Puede que haga unos cuarenta años o incluso más que no nos vemos. ¡Te encuentro estupenda, estás prácticamente igual!
-Le repito que se ha confundido. Tengo algo en el fuego, perdone usted que no me entretenga.
Aquel señor, de buena presencia pero avanzada edad, que se asomaba osado a la vida y la casa de Mercedes, insistiría una vez más.
-Pero, ¿no me reconoces? ¿De verdad? Estuvimos a punto de…
-¡¡Le digo que no le conozco!! –atajó convencida la mujer-. ¡Buenas tardes!
Aquel 21 de marzo de hacía cinco años, Mercedes Navarro tuvo que buscar asiento rápidamente, tras cerrar la ahora pesada puerta de su hogar. Atrás quedaba aquel inoportuno señor y con él todo su amargo pasado. Se abanicó nerviosa con una revista de jardinería que encontró a mano, y quince minutos más tarde, ya más calmada y rebosante de paz interior, procedió a servirse la copa de vino que se convertiría en tradición y símbolo de su postrera victoria.
Paco Ramos decidió la vida de Mercedes cuarenta y cinco años atrás, cuando ambos acordaron contraer matrimonio.
-¡Mamá, mamá! ¡Me caso esta primavera! ¿Puedes creerlo?
Mercedes irrumpía alegre y acalorada en el salón de su hogar familiar, el mismo que ocupaba en la actualidad, para ofrecer a su madre viuda la noticia de su inesperado enlace. Nunca la había acompañado la belleza, el talento, el arte o cualquier otra virtud que pudiera hacerla merecedora de algo más que del oficio de vestir Santos y, sin embargo, contraería matrimonio antes que su exquisita y refinada hermana Aurora.
-Pero cariño, si solo tienes veinte años y apenas conoces a Paco. ¿Estáis seguros del paso que vais a dar? –preguntó su madre, temerosa del daño que aquel hombre galante y arrojado, tal vez en exceso, pudiera ocasionar a su débil primogénita.
-Muy seguros, mamá. Paco me lo ha pedido hace un rato y no he podido esperar para decírtelo. ¿Estás contenta por mí? ¡Dime que sí, por Dios!
-Espero que todo salga bien, Mercedes. Ojalá el Señor así lo quiera. ¿Y cuándo dices que os casaréis? –interrogó la viuda de Navarro dejando a un lado su labor de costura.
-Esta próxima primavera, en abril, cuando él arregle unos papeles en su ciudad. Es de Córdoba ¿recuerdas? Me ha dicho que lo hará de inmediato. ¡Estoy tan ilusionada…! ¿Serás mi madrina, verdad? Hemos acordado que su padre me llevará al Altar. ¡Cómo echo en falta a papá en estos momentos!
Mercedes Navarro, como tantas otras muchachas antes que ella, se había quedado ciega. Ciega de amor e ilusión. Incapacitada para adivinar más allá de unas promesas, unos cumplidos, unos besos furtivos y unos ojos verdes e inmensos que la habían hechizado por completo. Los ojos de su verdugo.
Abandonando entusiasmada el clásico y oscuro salón de su casa, subió corriendo los peldaños de la escalera que la conducirían hasta su habitación. Allí, tumbada en la pequeña cama de hierro forjado herencia de su abuela, releyó una y mil veces las notas que Paco le había escrito en momentos de romántica inspiración…
“No puedo ya vivir sin ti, Merceditas. Cuento los días, las horas, los minutos y los segundos que faltan para convertirte en mi mujer. Te necesito tanto… te quiero tanto… te echo tanto de menos cuando debo ir a Córdoba a trabajar… Muchos besos de alguien que te ama más que a nadie en el mundo. Paco.”
“Me dicen que en un par de semanas tendré resuelto el tema del papeleo, los Dichos y todo esos penosos asuntos que me separan de ti. Trabajo incluido. He pedido a mi jefe que me destine a Sevilla, a la fábrica que nuestra empresa tiene en Mairena. ¡Qué cerquita me vas a tener, querida mía! No sabes cuánto te extraño, ¡ni te lo imaginas! Estoy tan solo… Tu Paco.”
“Hoy estoy furioso, cielo. Pensaba pasar este fin de semana contigo, en tu pueblo, y resulta que tenemos inventario en la fábrica. ¡Ay, qué dolor de mí! ¡Yo que ya me las prometía tan felices a tu lado, charlando, planeando, imaginando! Deberás guardarme la ausencia, como hago yo contigo ¿eh, preciosa? No me olvides nunca. Siempre tuyo, Paco.”
En las últimas semanas de febrero de aquel año presuntamente nupcial, Mercedes solo recibía las nuevas de su prometido a través de las pequeñas notitas que él le hacía llegar a su casa o a la mercería donde ella se encontraba empleada cada mañana. La dueña de la tienda ya había notado su preocupación ante las escasas visitas del guapo pretendiente.
-Mercedes, a lo mejor me meto donde no me llaman pero, ¿desde cuándo no ves a tu novio? ¿No deberías haber llevado ya los papeles a la Iglesia? ¿Y la boda no era en el mes de abril? –preguntó con cierto temor la mujer.
-Tiene mucho trabajo, señora Amalia. Ya se toma demasiadas molestias haciéndome llegar estas notitas para que sepa lo mucho que se acuerda de mí. ¡Figúrese usted que el pobre se las entrega al primero que dice de venir a Tomares! No me caigo de su pensamiento, ya ve.
-Claro, querida, claro. Lo importante es que lo deje todo resuelto allí y podáis empezar una feliz vida de casados. Te veo tan contenta con él, niña -contestó la señora Amalia a sabiendas de que algo empezaba a ir mal en aquella extraña pareja. Y el causante de tal malestar estaba claro como el agua. Paco Ramos siempre había sido un muchacho alegre. Demasiado alegre para una chiquilla tímida, apocada y retraída como Merceditas. ¡Quién sabe qué tipo de vida mantenía en su ciudad natal! Pero esos eran malos pensamientos, y su aplicada empleada no merecía semejantes preocupaciones. Amalia haría -como todos en el pueblo- la vista gorda, y seguiría animándola en su futuro con él. Igual el zagal cambiaba.
Una semana más tarde, las notitas habían desaparecido. Paco Ramos, también. Nadie lo había visto, ni en Córdoba, ni en Sevilla… y Mercedes ya no podía soportar aquella situación surrealista por más tiempo: decidió viajar a la ciudad natal de su prometido y preguntar por él. Se percató de que lo ignoraba todo: su procedencia concreta, su dirección, su teléfono, su familia, el nombre de la empresa para la cual trabajaba tanto… Pediría a su hermana Aurora, más resuelta que ella para estos menesteres, que la acompañara. Mercedes había comenzado a rezar y ya no cesaría de encomendarse a Dios hasta obtener la certeza.
La certeza.
Un viaje rápido de fin de semana, acompañada de Aurora y de toda la fe del mundo, dio pronto sus ásperos resultados: la caridad y la solidaridad ajenas no tenían precio una vez más. Así, no tardaría mucho la desafortunada niña de Tomares en confirmar la existencia de una segunda pareja de su prometido. De un embarazo incipiente, y una boda civil apalabrada para celebrarse en pocos días.
Aquello hundió por completo a Mercedes que, prácticamente desprovista de vida, regresó a su seguro Aljarafe en busca de urgente consuelo materno.
La anulada señorita Navarro cursó el duelo de la traición. Durante muchos años. Todos. Al fin curó y –aunque en falso- cicatrizó, y de aquel donjuán venido a menos nunca más se supo por aquellos lugares.
Hasta el día en que un timbre hizo justicia. El 21 de marzo de hacía cinco años se convirtió para Mercedes Navarro en una resurrección en vida. Hasta ese día, y a pesar de la mejoría de la profunda llaga, ella no había sido sino la sombra de lo que fue. Y de lo que quiso ser.
Mas tras cerrar altiva y orgullosa de sí misma la puerta al pasado, recapacitó sobre todo lo que aún podía ofrecerle la vida. ¡Ya estaba bien de culpar y culparse! ¡Se había demostrado valor, voluntad, fortaleza y, a un tiempo, educación y saber estar! Había logrado vencer al impulso de la curiosidad, de la debilidad, de la nostalgia y del perdón, que la habían hecho temblar de duda unos instantes.
Y no. Se mantuvo firme como la señora que era. ¿Qué importancia podía tener lo que aquel probable viudo, necesitado en su vejez, pudiera decirle? Ninguna. ¿Acaso lo reconocía? En absoluto. Imitando sin saberlo a Wilde, Mercedes Navarro había cambiado mucho.
Fue entonces, al poder cumplir su anhelado sueño de pasar página, cuando se sintió valiente para empezar de nuevo. No sería fácil -se decía- pero al menos debía intentarlo. Lo peor, pasado estaba.
Hoy, tras un cumplido lustro de aquello y de nuevo asomando la primavera, volverá a servirse la copita de vino dulce que tan bien le sabe y mejor le sienta. Pero este año la paladeará incluso con más ilusión: a sus sesenta y cinco años, la otrora ninguneada Mercedes Navarro, la tomará al tiempo que ensobra las invitaciones para su próximo enlace con un distinguido señor de Sevilla.
Y será en abril.
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