Revista Talentos

(353) cuando la vejez no existía

Publicado el 09 enero 2012 por Alfredomilano
(353)  CUANDO  LA  VEJEZ  NO  EXISTÍAPor Jorge Alcalde

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Vivimos obsesionados por la longevidad. Los humanos del siglo XXI pensamos en la vejez con una intensidad inédita, y dedicamos a ella buena parte de nuestra sapiencia.

Las noticias sobre sorprendentes hallazgos farmaco-genómicos que nos acercan al mito de detener el envejecimiento son las más codiciadas por los seguidores de la información científica. La píldora de la eterna juventud o cualquiera de sus versiones más caseras pasan por ser objetivos científicos de primer orden.

Pero no hace mucho las cosas eran bien distintas. La vejez estaba terriblemente olvidada en los manuales médicos. Y cuando digo "no hace mucho" me refiero exactamente a eso: a, por ejemplo, la Europa de principios del siglo XX.

Es en ese contexto histórico en el que se desarrolló la vida de Iliá Ilich Miéchnikov, el que pasa por ser uno de los padres de la Gerontología.

Miéchnikov nació en mayo de 1845 en una pequeña aldea cerca de Jarkov, en el Imperio Ruso. Era hijo de un oficial de la Guardia Imperial, propietario de vastas extensiones de tierra en la estepa ucraniana. Su madre era de origen judío.

Desde muy pequeño, Iliá mostró un gran interés por las ciencias naturales, hasta el punto de que, todavía en su escuela rural de Jarkov, empezó a aficionarse a impartir charlas sobre historia natural entre sus amigos y sus hermanos más pequeños. Por supuesto, terminó acudiendo a estudiar Ciencias Naturales a la universidad local. Para asombro de todos, acabó los estudios de cinco años en sólo dos.

El primer objeto de estudio de este apasionado de la naturaleza fue la fauna marina, que le mantuvo ocupado en sucesivos puestos de investigación en Heligoland, Giessen y Gotinga. Finalmente acabó en la Academia de Múnich, donde realizó interesantes estudios faunísticos.

Sus primeros frutos como científico no tardaron en llegar. En 1865 descubrió la digestión intracelular en una especie de gusano, lo que llevaría a interesantes hallazgos anatómicos posteriores.

De vuelta a casa en 1867, repartió sus trabajos entre Odesa y San Petersburgo.

Precisamente fue en esta última ciudad en la que conoció a su esposa, Ludmila Feódorovich. Sin duda, la presencia de esta mujer debió de suponer un aldabonazo en los destinos de la carrera de Miéchnikov.

Ludmila era una mujer débil y enfermiza, que acarreó durante años una tuberculosis que la obligaba a permanecer postrada. Sólo con la ayuda de su marido y una silla de ruedas pudo salir de casa para acudir a su propia boda. Durante cinco años, el científico trabajó casi exclusivamente en su mujer, e hizo todo lo que pudo para salvarle la vida. Pero, finalmente, ella murió el 20 de abril de 1873.

Roto y desesperado por semejante pérdida, agobiado por las dificultades de su trabajo en la universidad, aquejado de una pérdida de visión galopante y víctima de una enfermedad crónica del corazón, Miéchnikov vivió los peores momentos de su vida; hasta el punto de que intentó quitársela administrándose una sobredosis de opio. Afortunadamente para el mundo, pudo sobrevivir.

A pesar de que vivió momentos de gran intensidad, Miéchnikov jamás llegó a ser feliz. Se casó de nuevo, pero tanto él como su segunda esposa enfermaron de fiebres tifoideas. Nuestro hombre volvió a intentar suicidarse, y lo hizo a su manera: se inoculó microorganismos causantes de fiebres recidivantes, para averiguar si éstas podrían ser transmitidas por la sangre. A pesar de que su cuerpo se debilitó hasta el extremo, también sobrevivió a este intento...

El resto de su vida lo pasó estudiando en Messina, obsesionado con la Embriología Comparada. Fue así como descubrió el fenómeno que siempre irá unido a su nombre, y por el que recibiría el Premio Nobel de Medicina en 1908: la fagocitosis, sin duda una palabra clave en la evolución de la inmunología del siglo XX.

Pero Miéchnikov no ha venido a este artículo por su aportación a la fisiología embrionaria. Al menos no sólo por eso. La realidad es que este infortunado investigador, que murió en 1916 horrorizado por los desastres de la Primera Guerra Mundial, es uno de los creadores de la ciencia gerontológica.

De hecho, fue el primero en pronunciar la palabra Gerontología, allá por 1908.

Iliá creía que la senectud era consecuencia de la actividad contaminante de unas bacterias presentes en la flora del intestino delgado, y llegó a proponer ciertas dietas antienvejecimiento, muy populares en su época, a base de ácido láctico.

Sus trabajos crearon cierta obsesión popular en la Rusia zarista, hasta el punto de que se aventó una suerte de moda por la inmortalidad.

A medio camino entre la ciencia y la superchería, muchos vendieron los estudios de Miéchnikov como soluciones contra el envejecimiento.

Por primera vez en la historia de la medicina, combatir el paso del tiempo se había convertido en un tópico popular.

Algo importante estaba ocurriendo en el mundo entonces, algo que iría a modificar para siempre nuestro concepto de la vejez.

Y es que, en la otra punta del mundo, en Nueva York, mientras Miéchnikov presentaba sus postulados sobre gerontología, el pediatra Ignatius Nascher se afanaba en recabar todos los datos estadísticos posibles que le permitieran identificar la vejez con la evolución de las enfermedades.

Hombre pluridisciplinal por naturaleza, Nascher estaba convencido de que leyendo las estadísticas podrían encontrarse rasgos sociales y poblacionales que sirvieran para comprender mejor la evolución médica de las poblaciones.

Fue todo un precursor de la Epidemiología Social, y, además, el creador de una nueva corriente que pretendía hacer ver que la vejez no era sinónimo de enfermedad.

El envejecimiento no se define necesariamente por un cambio patológico. La enfermedad es una consecuencia de algunos tipos de envejecimiento, por lo que es posible establecer una medicina especial para esos patrones patológicos, una atención especial para prevenirlos y curarlos, para hacer más sana la vida de los ancianos.

Nascher llamó a esa medicina Geriatría.

Sólo un siglo después, la medicina sigue desvelando con cierta parsimonia los secretos de nuestra lucha contra los años. Y aunque proliferan las ofertas médicas, estéticas y cosméticas que prometen alargar nuestra juventud al menos en punto a apariencia, lo cierto es que las décadas finales de nuestro trayecto por el mundo siguen siendo una apasionante paleta de misterios.


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