Revista Fotografía

Accidentado día de pesca, en Solarriba. Por Max.

Publicado el 25 abril 2011 por Maxi

El hombre después de cruzar la recta carretera asfaltada que va dar al Faro de Peñas, se apresta a descender con paso decidido, el repecho de ribera conocida como Solarriba. El mar se divisaba al fondo tranquilo y azulado; en el rostro del individuo se adivina la sana intención de pasar un plácido día de pesca, aprovechando el fin de semana. Iba alegre y ligero, cargando la caña en el hombro izquierdo; de la mano que sostiene el aparejo, cuelga entre los dedos índice y pulgar, un farias a punto de consumirse, que despide un humo pestilente. Lleva a su vez sujeto con la mano derecha un paxo confeccionado con tostados mimbres, en el que se distinguían: un gancho metálico, un cuchillo con la punta roma, unos guantes tan viejos como gastados; un par de pequeñas cajas, una de ellas con la tapa transparente que deja ver: plomos y anzuelos, y la otra de plástico blanco, presumiblemente con xorra dentro; aparte de la compañía de una manzana y un bocadillo de regulares dimensiones, envuelto en papel de estraza, que delata su contenido, con una gran mancha de grasa.

Un único y bravo tramo de bajada le esperaba, alrededor de cien metros de desnivel que había que salvar por medio de un zigzagueante, estrecho y empinado sendero, al borde del abismo; entre árgumas floridas. A partir de aquí el individuo extrema las precauciones, camina más despacio, el gesto serio, los pasos medidos, la vista clavada en el suelo, la vida le va en ello.

—Este sendero al terminar el invierno, cada vez está peor —pensó para sí, sin decir nada.

Por dos veces resbaló en la tierra pizarrosa, medio suelta, consiguiendo recuperar el equilibrio a duras penas, se dijo:

—¿Estás tonto Andrés? Después de haber subido cientos de sacos repletos de algas por este sendero, sin ningún contratiempo, estaría bueno que fueses a tener un percance, un día que vas de pesca.

A la tercera parecía la vencida, se tambaleó, estando a punto de caerse, pero logró evitarlo con un supremo esfuerzo, mientras profería una maldición, al retorcer el tobillo.

—¡Maldita sea! Desde crío bajando y subiendo por aquí y poco faltó para arribarme.

El dolor no le hizo desistir, le encorajinó más si cabe su torpeza, aunque era consciente que le restaba el tramo final más difícil y complicado, no iba a desistir por un pequeño contratiempo.

—El dolor ya se me pasará cuando meta el píe en la fría agua salada —se dijo al notar cierta hinchazón en el tobillo.

Cojeando con paso inseguro prosiguió sin mirar atrás, a fin de cuentas tampoco le faltaba tanto, poco más de una docena de metros de desnivel para llegar a los bolos y el agua.

Estaba visto que el destino se la tenía jurada, no hizo más que dar un par de pasos cuando le falló la pierna lastimada y se produjo el accidente, no tuvo donde asirse, en cuestión de un segundo llegó al fondo como un fardo rebotando en las salientes rocas, que formaba la pendiente.

—¡Madre del alma! —exclamó tirado sobre los bolos

Era aquella la súplica de un hombre fuerte en peligro, tenía el corazón desbocado, acelerando unos latidos que le llegaban a las sienes. Luego una angustia vaga, una inquietud creciente fue apoderándose de su ánimo. El sapazo había sido de campeonato, intentó incorporarse con un supremo esfuerzo, no le siendo posible de momento, el pavor se dibuja en su cara, se humedeció los labios con la lengua, después apretó los dientes y se incorporó tambaleante, como borracho despertado por el relente.

El golpetazo había sido tremendo, no llegó a perder el conocimiento, aunque se encontraba bastante mareado del susto, agravado por el fuerte dolor que le producían los miembros lastimados. Escudriñó los daños, con los ojos cargados de lágrimas, que la sangre que le bajaba de la frente, llegaba a teñir de rojo: los brazos aparecían despellejados, de la herida frontal surgía un buen manantial, que le llegaba a nublar la visión, se palpó la rodilla izquierda que también sangraba y aparte comprobó que no la podía doblar; sentía la pierna entumecida y unos golpes internos en las venas le llegaban hasta la ingle. Tendió una mirada escudriñadora a su alrededor, no se divisaba un alma en el pedrero, solo el sonido de las olas le acompañaba, con su son monótono y siempre igual; las acres emanaciones salinas le llegaban a la nariz dolorida.

Ya se podría quedar ronco de dar voces, por muchos gritos que diese nadie llegaría a escuchar sus llamadas de auxilio, estaba cercado por la quebrada, del agua poco podía esperar, allí no solían llegar las lanchas, y lo más cercano hacia un lado era la playa de Verdicio y al otro el Cabo de Peñas, con lo ello significaba de inaccesible. Comenzó a sentir miedo, el día se había torcido y seguro que no tendría la suerte de que un ser humano se acercase en toda la mañana al pedrero. Permaneció clavado en el suelo varios minutos, como debatiéndose consigo mismo, ahogado en un mar de dudas. No le quedaban fuerzas para gritar, aparte que hubiera sido inútil, malgastarlas desgañitándose.

Encogiéndose de dolor, avanzó lenta y cautelosamente hasta la orilla, por momentos se arrastró de espalda por encima de los bolos y las piedras húmedas y resbaladizas, hasta llegar a un pozo; con el embozo de la mano –haciendo de cacillo- echó agua que parecía helada por la frente, que ya ni la sentía y menos mal que estaba de espaldas sino se habría venido en el pozo de cabeza, al sentir el escozor del salitre en la herida, quizá la irritación y el frío le ayudó a despabilarse. Terminó sumergiendo la pierna en el charco y el fresco vino a aliviarle el dolor, al par que teñía de rojo el agua, logrando que la hemorragia disminuyera.

Volvió la vista y miró lentamente en torno suyo al círculo de mundo, enteramente suyo y aislado que abarcaba. Se quitó la camisa y procedió ayudándose de los dientes a hacerla jirones, estaba pálido y asustado, su mirada era la de un ciervo malherido. En la refriega el paxo había salido volando, de los restos del alunizaje recogió el gancho y con los restos de unas tablas que por suerte por allí estaban a mano, procedió a entablillarse la pierna. La caña le sirvió de bastón y ayuda, en la ímproba tarea de tratar de ponerse en pie.

Fue consciente que si era complicado y difícil el bajar, ni te cuento lo que podría significar la subida con los brazos y manos magulladas, el hueso frontal partido y una pierna tiesa con la rótula bastante dañada –seguramente rota- juzgaba sería empresa poco menos que de titanes. No diré que sudaba, ya que de pálido que estaba los poros se habían cerrado, impidiendo que la secreción aflorase a la superficie, al sentirse tan impotente, lo sacudieron profundos sollozos sin lágrimas. Cerca del horizonte el sol se despabilaba y ardía débilmente, medio oscurecido por las nubes entre grises y transparentes.

Al fin se convenció que no era razonable el esperar ayuda de brazos cruzados, que tendría que salvarse con sus propios medios, así que vendó el tobillo dislocado, y se decidió a poner remedio a sus males. Necesariamente debía salir al camino, subir y subir, donde tal vez alguien le ayudaría a seguir.

Llevaba una eternidad dibujando una figura grotesca en el acantilado y solo había logrado escalar -a veces medio encorvado, otras arrastrándose como una oruga- media docena de metros, el mismo trecho que menos de un segundo le había costado bajar de golpe; el cuerpo cada vez más dolorido. El jirón de tela que se había atado a la frente, dejaba resbalar la sangre que le llegaba a la boca tibia. Sintió mucha sed.

El hombre descansó el peso de su cuerpo sobre la pierna sana, aunque magullada todavía le respondía, se sentó acomodando la pierna tiesa y tendió la mirada suplicante a lo alto, nadie en lontananza; abajo las aguas dormidas marcaban una fina cinta de blanca espuma que contrastaba con los prietos y mojados bolos. Sobre su cabeza las gaviotas no cejaban de revolotear y graznar su monótono y destemplado quer, quer, quer, que le sonaron a burla, las maldijo y les gritó –y mira por donde le vino bien, el desahogo, le hizo olvidar por un instante sus penurias- Mientras tanto pugnaba por ponerse en pie –por demás era una tarea lenta y ardua- aquella maldita articulación hinchada, era como un gozne mohoso que rozara contra el casquillo, produciendo una enorme fricción, tal como si un perro le tuviese clavados los dientes en ella todo el tiempo. Tardó cerca de un minuto en alcanzar la posición erecta.

No se sentía con suficientes fuerzas para llegar arriba, el resto era la nada, le embargó una desolación tremenda y aterradora, que trajo y prendió inmediatamente el pánico en sus ojos, la pierna menos averiada, le temblaba como una cañavera, la otra ni siquiera esa vana licencia se permitía. Se lamentó:

—¿Qué podía hacer? Sería triste y cruel venir a morir desangrado, a cuatro pasos de donde había nacido, allí solo y sin que nadie le pudiera brindar una mano amiga.

Movido por una desesperación que rayaba en la locura, tratando de no hacer caso del dolor, siguió subiendo la pendiente hasta alcanzar una zona con menos desnivel, su andar era grotesco y vacilante, cuando no arrastraba la pata tiesa, marcando un surco en el suelo como si fuese una babosa. Aunque no reparó en ello, el cueto de la Herbosa apenas se divisaba distante, al otro lado, la punta de la Rosca, la de la Campana, la del Infierno o la misma del cabo Negro, con sus altos acantilados, según se perdían en la distancia, no le hubieran infundido más ánimos, ni elevado la moral. Estaba solo pero no perdido, aquellos parajes le eran bien familiares, conocía de memoria todas las revueltas del sendero, e iba descontando metro a metro lo que le restaba de penosa cuesta.

Tanteando, tanteando fue subiendo el repecho hasta divisar un montón de escombros; tropezando, cayendo, levantándose cuando no caminaba balanceándose como cascarón a merced de la tormenta, la luz ceniza del medio día pintaba de gris su cara magullada y deforme. Llegando al alto –a las inmediaciones del pueblo del Ferrero- el cielo se le abrió, al divisar a un convecino que al verle de aquella facha se brindó a trasladarle presto al sanatorio.

El parte de guerra del hospital fue claro: rotura del hueso frontal en cinco cachos, la rótula de la pierna izquierda se había partida por la mitad como una nuez, aparte de magulladuras y erosiones varias por todo el cuerpo, y después de todo había tenido suerte con su entereza, que le permitió superar el percance con: sangre, sudor y lágrimas.

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Accidentado día de pesca, en Solarriba.   Por Max.
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