A los cuarenta años recibes la visita de un hombre al que has conocido hace dos años profesionalmente cuando vivías en otro país. Ya has vuelto a tu hogar, no os veis hace tiempo ni tampoco mantenéis contacto, os frecuentasteis quizás unas diez veces en esos años de trabajo en común en el que ni siquiera compartíais despacho.
Ese hombre está de viaje de trabajo en Europa y pasa dos días por tu ciudad. Y te llama. Vais a tomar un café. Y te cuenta que está enamorado de ti desde que te conoció.
Te quedas en blanco. Está casado. Tiene quince años más que tú. ¿Qué es esta historia? Tú no le correspondes, seguro. Lo miras de otro modo, a ver. Pero nada, no funciona. Sientes lo mismo que entonces, cierta indiferencia, cierta curiosidad, simpatía.
Pero te sientes engañada. Te vas sulfurando a medida que pasa la tarde. ¿Por qué hace esto? ¿Viene a probar a ver si consigue algo? Si está tan atrapado que ha tenido que venir a decirlo después de un año, ¿por qué no viene a seducirme, a darme dos días bellos? Y empiezo a sospechar que no quiere perder nada, que lanza su deseo para que sea yo la que me mueva porque él no está dispuesto a perder nada.
Se lo pregunto. ¿Hasta dónde me quieres? ¿Por encima de tu familia? No, contesta. No puedo ponerla en peligro por una relación que no se sabe dónde llevará.
¿Con qué derecho se siente un cobarde así a destrozar un buen café?
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