FREYA IV
Entre nosotros los numenóreanos, ya no
queda ninguna esperanza. Las grietas ardientes que se abren tras los estertores
de la tierra, las aguas embravecidas, y los rayos incesantes que desgarran el
cielo confirman la certeza de nuestra derrota.
Todo
se derrumba, y las gentes corren de un lado a otro, con los rostros llenos de
espanto. Si nombran a Ar-Pharazôn es para maldecirlo.
Sólo Sauron ríe, resguardado
en el Templo, multiplicando los sacrificios para complacer a Melkor el Grande.
Melindómol ya no pertenece a este mundo, mi corazón lo sabe. Por lo tanto, nada
hay que me consuele, ni que me ate aquí.
Poco
antes de su partida, me detuve frente a él y dejé que leyera en mis ojos, ya no
pude seguir fingiendo indiferencia. Se conmovió... ¡Pude sentirlo! Tal vez
recordó cuando éramos niños y juramos al pie del Menltarma que no permitiríamos
que nada ni nadie nos separase.
El destino nos jugó una mala
pasada, y sus promesas quedaron olvidadas.
La
enemiga también ha desaparecido ¿Se habrá ocultado para esperar el final, o
habrá logrado escapar de la isla con los rebeldes?
Ya no
me importa. Hoy soy yo quien está en los acantilados, viendo acercarse a la Muerte, tan grandiosa como
la imaginaba, y tan temprana como la deseo. La aguardo de pie: no temo a las
fuerzas que me arrastrarán al abismo donde yacen las tinieblas de la condena.
Mi
única debilidad son estas lágrimas inútiles que se escurren sin mi consentimiento,
y se secan con el viento.
Veo
una gran ola verde coronada de espuma, que avanza y se agiganta. Es como si el
mar entero se vaciara para ir a colmarla y transformarla en una muralla lista a
desplomarse sobre Númenor. ¡Nada podrá resistirse a tal monstruosidad!
Si...
es imposible que algo sobreviva. Pero aún cuando me hunda irremediablemente en
lo más profundo, iré tras él una vez más, si es que el Oscuro permite que
encuentre un camino...
(Haleth – Nedda
González Núñez)