Revista Diario

* bajo el agua

Publicado el 06 julio 2011 por Chinopaper

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Sexta entrega de la saga del Gringo y la Lucecita, obra en colaboración con el Sr. Blopas, que también pueden encontrar en su blog “Proyecto Anecdotario”. 

La 1ra parte la encuentran acá:  dos guitarras y un cajón peruano.

La 2da parte la encuentran acá:  tinta fiera.

La 3ra parte la encuentran acá:  la última estación.

La 4ta parte la encuentran acá: los piojosos.

La 5ta parte la encuentran acá: la culpa no es del toro.

***

Después de la neblina llegó el frío. Y luego el agua. Llueve. El gris de la media tarde amenaza con  eternizar el hastío. Desde la reposera de mimbre en la galería, con la vista hundida en el aguacero y los dedos tamborileando sobre el talero de cuero crudo, Barzola deja que su mente abandone el campo con el recuerdo de los peones malogrados. La cortina de agua es pareja, pero no lo suficientemente opaca como para impedirle divisar, a cincuenta metros, la gamela que la estancia tiene destinada a la peonada. Barzola no ha movido la vista en minutos, y su cara muestra el gesto de aquel que pelea contra una idea hasta encontrarle la claridad necesaria. En los últimos días hubo demasiado movimiento, y el avispero parece estar a punto de explotar. Aguza el oído con la esperanza de que el rebote de las gotas en los charcos recién formados le traiga montada en el viento alguna palabra de las que se pronuncian entre sus comandados.

Allá, a esos cincuenta metros que separan el rigor de la obediencia, los piojosos de Barzola se entretienen escuchando los gotones que golpean contra la chapa del tinglado. Algunos continúan con el mate desde la mañana, otros, curtidos, ya tempranean la caña, y dos o tres contemplan el aguacero apoyados en el marco de la puerta de la gamela. En las caras aflora la intriga por la ausencia inesperada del Gringo, que después de la visita de las oficiales desapareció sin avisar. Pero nadie se anima a decir nada. Prefieren contarse por enésima vez las mismas historias de aparecidos, gualichos, luces malas y basiliscos que han venido contando cada tarde de lluvia desde hace años. A falta de algo mejor para hacer, todos aceptan volver a escucharlas.

-   Llueve con globito. – dijo el tape Ensina mientras negaba con la cabeza. –  Esto no termina acá… -

-   Y sí. – confirmó el uña ‘i gato salivando entre dientes para afuera. – Cómo la vino a cagar el Juancito, ¿eh? -

-   Y sí. El tiempo está rareando, hay que cuidarse, Germán…- Ensina había cargado la frase con un tono a la vez cómplice e intrigante. Sin llegar a comprenderlo del todo, el uña ‘ì gato le devolvió una mirada oblicua. – Con esa niebla, ninguno se hubiera encerrado con los toros. ¿Me entiende, amigo? -

-   Y sí. Pero si el patrón manda…pobre Gauna… -

-   Y sí. Justamente. –

-   Al petiso que vino hoy con el comisario me parece haberlo visto antes, pero no estoy seguro. Estoy pensando pero no me puedo acordar…-

-   No piense tanto, mi amigo, y si piensa no cacarée tan fuerte; nunca se sabe quién anda escuchando por ahí, ¿me entiende? -

Ambos callaron. Sobre el tinglado de chapa, los gotones eran el eco de los pensamientos encendidos de la peonada.

***

Llueve. Becerra y Carlini están sentados uno frente al otro. Los separa el escritorio robusto de la dependencia, que cruje por la humedad. No se miran. Carlini está encorvado hacia adelante, casi metido dentro de su cuaderno, revisando una vez más las anotaciones de la mañana y tratando de ordenar todos los datos para establecer una hipótesis consistente. Becerra relaja las piernas apoyándolas sobre la punta del escritorio, el pie derecho sobre el izquierdo, descansa la columna contra el respaldo de la silla; tiene la cabeza echada hacia atrás y mira las manchas del techo como interpretando un mapa de relaciones. Sonríe, o eso parece. El Topo Carlini es de su extrema confianza, lo sabe un hombre de ley, lo sabe íntegro y determinado, con una experiencia enorme en despejar todo tipo de entuertos rurales. De golpe, Becerra se endereza y deja caer la mano de plano contra el escritorio, llamando la atención del ayudante y presto a intercambiar impresiones.

-   Bueno, Topito, ya hemos visto a la yunta de bueyes y pisamos la tierra arada ¿Y ahora?-

La pregunta estiró el silencio de Carlini por un par de minutos.

-   Tenemos dos cadáveres en tres días. Supongamos que lo de Gauna haya sido realmente un accidente, cosa dudosa; nos queda el asesinato de Lorenzo. Los dos occisos nos llevan a Barzola y el Gringo, pero al parecer se cubren mutuamente.

-   Ajá… -

-   Si las dos muertes están relacionadas, aún no veo el móvil. Tal vez los peones se habían puesto molestos. Con echarlos alcanzaba, pero no. Y ahí tampoco entiendo la conducta del Gringo.

-   Ajá… Siga, siga, topito, escarbe… -

-   Algo no cuadra, ¿se da cuenta? ¿Cómo puede ser que en la estancia siga todo un curso normal estando la cosa tan caliente? El Lorenzo todavía está tibio. Y tampoco entiendo por qué no los retuvimos unos días acá en la dependencia. En cualquier momento se mandan todos a mudar y los que vamos a ir presos seremos usted y yo. -

-   Ajá… Tranquilo, Carlini, nadie se va a escapar, créame. Nunca olvide que siempre voy un paso delante suyo. Hay algo que no está en su libretita…-

-   Caramba, ¿qué? -

-   Quién, es la pregunta. Alguien más fuerte que un par de bueyes. – Por unos instantes, el desafío sumergió a Carlini en densos razonamientos, hasta que un nombre apareció como por arte de magia en sus labios.

-   ¡La Lucecita! Pero, Comisario, no va a esperar que ella delate a su propio padre…-

-   ¿Quiere que le cuente una historia interesante? -

-   Se me hace que usted sabe cosas que yo no, Becerra. -

-   Ajá… Una historia que sucedió la noche siguiente al asesinato de Lorenzo, cuando seguí al Gringo y la Lucecita hasta los fondos de la estación. -

Carlini, sorprendido, abre los ojos y las orejas. Bajo el agua, la investigación toma un nuevo rumbo.


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