Revista Literatura

Basta

Publicado el 10 noviembre 2009 por Mqdlv
Últimamente percibo una tendencia algo belicosa. Como que se planteó una guerra engarzada a la pared del supuesto avance sin cuartel. Digo guerra porque tiene dos bandos que se apuntan y digo que el avance está aferrado a una pared porque me dolió cuando golpeé. Estoy hablando de los hombres y de las mujeres y de este rol social en el que estamos todos metidos intentando ver quién la tiene más larga. Desde este punto, está clarísimo: perdemos, chicas: ellos la tienen más larga: y sobre ella se paran.
Insistimos en oponer los géneros e inmediatamente más tarde intentamos igualarnos. Es como una incongruencia de base mezclada con mostaza con bolitas de pimienta, que todo bien, muy gorumet la movida, pero sabe tan picante que finalmente la queremos bajar con mayonesa.
La práctica es esta: queremos ser como ellos, ocupar su sillón porque creemos que desde ahí nos van a respetar mejor. Competimos por sueldos, competimos por decisión, competimos en billetera y hasta nos engalanamos. Queremos tener las mismas posibilidades, pero que sean las mismas. No contemplamos la distinción. Queremos y competimos. Y generamos rivalidad al mismo tiempo que decimos que ellos no pueden vivir sin nosotras y los queremos cambiando pañales, y delineamos estrategias para que no nos metan los cuernos y nos abracen cuando nos caemos, y nos volvemos cada día más sensuales, independientes y provocadoras y cuando tenemos hijos hablamos en diminutivo y uf, qué quieren que les diga, yo ya no puedo más así.
Mientras tanto, ellos ven la amenaza pero en el fondo no se la creen ni un poco. Porque saben que por suerte los ovarios no les duelen ni una vez en la vida y del parto zafaron en su propio parto. Orgullo, che. Además, cuentan con cierta fuerza de varón y con menos cambios hormonales. Su mapa mental es otro. Les queda un poco mejor eso de abrazar por fuera y entre ellos se entienden. Con el fulbito están.
Y entonces, ¿qué hacemos? Nos pasamos desarrollando teorías, estrategias caducas desde la base misma de su concepción, intentando ver quién domina a quién. Y ellos dicen hacé esto que la tenés muerta, y nosotras, en la cena de los jueves, escuchamos a la amiga casada con el novio de toda la vida, que lo tiene cagando y se cree la mujer más feliz del mundo porque el flaco escucha sus gritos sin chistar, sólo que ignora lo que le pasa por la cabeza a ese con el que duerme todos los días, que te dice que no lo llames ni muerta, mientras que la que se arremangó la fuerza te aconseja que vayas detrás de tu deseo y que, en definitiva, si no te quiere así, que se curta. Y salís del jueves con la cabeza en llamas y el viernes hacés todo al revés: lo llamás a los gritos, preguntándole por qué mierda no te llamó él.
Qué se yo, viste. A ellos se los ve más tranquilos. Y nosotras: algo más histéricas. Lo que creo es que quisimos abarcar de más, como que mezclamos todo y en ese mélange desvirtuamos nuestras virtudes y encendimos la hoguera a la que nos van a tirar. Porque nos van a tirar, eh, si no socavamos argumentos de distinción y aceptamos que lo nuestro no está en ese sillón que ocupan ellos, tampoco debajo de sus pies (por favor): lo nuestro nos queda a mano, porque lo tenemos desde siempre, nos compone. Tal vez sólo hacía falta levantar bandera blanca para que ellos bajen los cañones con los que nos acorralaron durante años en la cocina -los muy machistas- y nosotras podamos abrir nuestras piernas ¡y nuestra cabeza! en paz.

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