Revista Literatura

Botatung. Introducción

Publicado el 11 mayo 2011 por Tiburciosamsa

Ocurrió hace muchos años, cuando aún creía que a los autores les publican por lo que valen literariamente y no por los beneficios que dice el director de finanzas de la editorial que pueden dar. En unión de otros escritores igual de ingenuos creé la AEIOU (Asociación de Escritores Impublicados, Olvidados, Ultrajados). Fue allí donde conocí a Federcio.

- ¿Y ese nombre tan raro?- Debí de ser la persona trescientos cincuenta y dos mil que le hacía esa pregunta.

- Me iba a llamar Federico, pero cuando el encargado del Registro estaba inscribiendo mi nombre, le dio un ataque de tos y me quedé en Federcio. Mi padre que tenía muy buen conformar no se quejó. Se dijo que después de todo, Federcio era más original que Federico. ¿Y tú cómo te llamas?

- Tiburcio Samsa, de los Samsa de Praga y de Boadilla del Monte.

- ¿Y ese nombre tan raro?- Federcio fue la persona trescientos cincuenta y dos mil que me hizo esa pregunta.

- Tuve un antepasado que se llamaba Tiburcio y fue capitán en los Tercios de Flandes. Durante tres siglos mi familia tuvo la sabiduría de no poner ese nombre a uno de sus hijos en su honor. Mi padre rompió la tradición. Aunque casi mejor, porque nací en el día de san Agapito…

Los AEIOU nos reuníamos todos los viernes por la noche en un bar de Malasaña. Comenzábamos la noche leyéndonos nuestros escritos y criticándolos. Continuábamos con discusiones literarias de altos vuelos. A medida que la noche avanzaba y el alcohol ingerido iba haciendo sus efectos, la tertulia derivaba hacia temas menos elevados, pero más divertidos: si tuvieras un dedal de gasolina y una cerilla y la colección de todas las novelas galardonadas con el Premio Planeta, ¿cuál quemarías?; ¿de quién resulta más antipático ser el negro? (aquí hubo poca discusión, unánimemente acordamos que lo más duro era ser el negro de Ana Rosa Quintana); si coincidieras con Lucía Etxebarría en un ascensor, ¿cómo le expresarías tu opinión sobre su obra literaria en esos treinta segundos de intimidad? (disparidad de pareceres; pienso que lo más adecuado sería hacerle una pedorreta); si publicases y te hicieras famoso, ¿qué postura sexual elegirías con el primer fan que llamase a tu puerta con los pantalones o las faldas bajados?

Reconozcámoslo, escribíamos porque nos gustaba, pero también buscábamos la fama, el reconocimiento y lo que traen aparejados: mucho dinero y cientos de fans entregándosenos por las noches, porque la triste realidad es que los AEIOU ni andábamos sobrados de dinero ni nos comíamos una rosca.

Una noche vino Chema, el infiltrado que teníamos en la Editorial Planeta, con aspecto taciturno. Antes de que comenzásemos con las lecturas, pidió silencio y nos contó algo que nos demolió:

- Esta tarde he encontrado en la papelera de la editorial un documento secreto con los criterios que utilizan para decidir a quién publican y a quién no.

- Si era tan secreto, ¿qué hacía en la papelera?- preguntó Nuria, que escribe novelas policíacas y está siempre atenta a cualquier incongruencia lógica.

- No sé. Como estamos siempre tirando a la papelera los manuscritos que nos envían los escritores noveles, supongo que alguien los tiraría por puro automatismo. O tal vez se traspapelasen y fuesen a la papelera en compañía de los versos de algún poeta impublicado.

- ¿Y qué es lo que tiene de malo ese documento?

- Lo primero es que no recoge sólo los criterios de la Editorial Planeta, sino que fue un acuerdo al que llegaron los principales editores del país hace muchos años. Se trataba de que todos publicaran lo mismo, para no hacerse la competencia. Lo segundo es que a la hora de publicar la calidad literaria no cuenta.

Se hizo un silencio de velatorio en tanatorio municipal (la AEIOU había declarado la guerra a los viejos clichés como el del “silencio sepulcral”). Chema empezó a contarnos que las editoriales habían elaborado un sistema de puntos para decidir a quién publicaban y a quién no. Quien conseguía una determinada puntuación, era publicado; quien no terminaba en la papelera. Por ejemplo: ser homosexual: +1 punto; ser lesbiana: + 2 puntos; ser transexual: + 3 puntos; ser heterosexual, a menos que uno se llame Arturo Pérez Reverte o Javier Moro: -2 puntos (complementariamente se sustraerá un punto adicional por cada hijo matrimonial que se tenga; los hijos extramatrimoniales suman un punto cada uno, salvo los mulatos, que suman dos). Otro ejemplo: utilizar “lascas” y “aladierno” y saber lo que significan: - 2 puntos; utilizar “lascas” y “aladierno” y no saber lo que significan: + 2 puntos; conocer al menos el 50% de los posibles significados de la palabra “cojones” en castellano: + 4 puntos. Un ejemplo más: haber leído a Boris Izaguirre: + 1 punto; haberle puesto una querella a Boris Izaguirre: + 3 puntos; que Boris Izaguirre te haya puesto una querella: + 5 puntos. Haber salido en televisión estaba especialmente valorado: + 1 punto por cada dos minutos de aparición televisiva en el último mes. Puntos adicionales si en esa aparición el artista se quitó los pantalones y agredió a alguien.

- ¿Cuenta haber salido en el público de “Saber y ganar”?- rompió el silencio Benito, que era inasequible al desaliento. Escribía como Nabokov, pero tenía en su contra que era heterosexual, monógamo, calvo, rechoncho y feo. Lo peor para promocionar un libro.

- Sólo si te tiras a una de las azafatas en directo.

- Voy a ir al programa el próximo lunes. Le preguntaré a mi mujer si me deja.

Esa noche nos emborrachamos a muerte. Nos sentíamos estafados por la industria editorial, traicionados por los genes, que nos habían entregado la orientación sexual equivocada (bueno, en el caso de Gonzalo no, pero era un hombre tan discreto y con tan poca pluma, que sus posibilidades de publicar eran mínimas), engañados por las musas, que nos habían hecho adorar la literatura, cuando lo divertido es la fotografía de desnudos… A la salida nos fuimos a tirarle piedras al balcón de Don Fermín, que había sido el profesor de literatura de varios de nosotros, por habernos hecho leer en su día “El Quijote” y “Cien años de soledad”. Corín Tellado y el Playboy es lo que nos hubiera tenido que haber hecho leer en sus clases, que mejor nos habría ido.

Fue de la decepción de aquella noche, que varios decidimos crear un grupo de acción directa. Si no nos publicaban por las buenas, nos tendrían que publicar por las malas. Nos autodenominamos el CADRAJO (Comando de Acción Directa RAdical y JOdida). Elegimos como líder a Federcio.

El CADRAJO se reunió por primera vez una noche sin luna en una casa que tenía una de nuestras compañeras, Susana, en Miraflores. Susana era bibliotecaria y hacía tiempo que venía realizando acciones subversivas en la biblioteca en la que trabajaba. Había empezado con pequeños gestos, como dar la dirección equivocada a quienes se le acercaban en la calle a preguntarle y llevaban en el brazo un libro de Juan Manuel de Prada o “El cielo raso” de Álvaro Pombo. Más tarde fue escalando sus acciones. La última había sido colgar de los pulgares a una tubería en el cuarto de baño de su biblioteca al encargado de las adquisiciones porque había comprado una colección de cuentos infantiles comentada por Ana Botella. Las recomendaciones para viajeros del Departamento Estado de EEUU tenían catalogada la biblioteca de Susana como sitio cuya visita se desaconsejaba vivamente a los turistas.

En la reunión pasamos revista a posibles iniciativas. Yo sugerí que secuestrásemos a los académicos de la Real Academia de la Lengua, les metiésemos en un zulo y les obligásemos a reescribir el Diccionario de la Lengua Española, pero metiendo anglicismos y palabros como “flabbergasted” o “forroscos campuños”. Me replicaron, con razón, que sería una acción inútil. Los académicos de la lengua son irrelevantes. La gente habla y escribe como le sale de los mismísimos, con independencia de lo que digan los señores académicos. Me quedé flabbergasted.

Fueron muchas las ideas que circularon aquella noche y al final la que triunfó fue la de JdJ, que dominaba los ordenadores, cuyo uso empezaba a generalizarse en aquellos años: “Olvidémonos de los editores tradicionales. Lo que necesitamos es una nueva plataforma. Se me ha ocurrido que si conectamos nuestros ordenadores podremos intercambiar nuestros escritos. Pronto habrá gente que se conectará con nosotros y acabaremos teniendo un público potencial de miles de millones.” Y así fue como inventamos internet para difundir nuestras obras.

Sí, ya sé que circula el bulo de que internet fue un invento del Pentágono. A los norteamericanos les fastidió mucho que unos escritores impublicados españoles se les hubiesen adelantado con una idea tan brillante y tan obvia.

Y ahora, sin más preámbulos, el cuento que Federcio Palma escribió:


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