Revista Literatura

Castigada

Publicado el 07 noviembre 2009 por Liarnymphet
Entré sin llamar, por primera vez, sabiendo que tú no estabas. Era consciente, lo fui en todo momento, de que si me encontrabas tendría que sufrir otro castigo. Quién sabe de qué manera. Contra la pared. De rodillas. Las manos en alto. Desnuda. Aguantando horas de sufrimiento con tus ojos clavados en mi huesuda espalda. Y, aún así, entré.
No posé mi mano en la barandilla de tus escaleras. Ensucié las falanges arrastrando todas y cada una de ellas por la pared. Al llegar arriba me detuve con los ojos cerrados. Me olí las manos: polvo, suciedad, humedad, restos de tabaco impregnado... olía a ti. Apestaba a cadáver. Y embriagada, una vez más, excitada hasta casi perder el sentido, me adentré en la habitación. En la buhardilla. Tu cueva. Tu escondrijo.
Repasé las paredes desconchadas por la continua insistencia de la brisa marina, el suelo lleno de pelos y tierra, los libros destrozados con miles de páginas dobladas y con otras miles de páginas arrancadas, tu ropa arrugada y desordenada, tus zapatos desgastados y sin brillo. El tintero lleno de tu sangre negra. Las hojas amarillentas en el escritorio. Las mismas donde escribes todas esas mentiras de embaucador: tus conjuros de atracción, la red en donde todas caemos.
Y en ese momento, cuando empezaba a recordar algunas de las fatales palabras que hablaban de extraterrestres y de árboles desnudos bajo los que crecer, y desnudarnos, y creer, y olvidarnos de los demás... escuché leves gritos, que parecían salidos de ultratumba. Me agaché. Posé mi rostro en el suelo y las escuché claramente: eran ellas, las otras. Pedían ayuda. Gritaban con insufrible exasperación.
Arranqué la madera podrida del sueño y allí estaban. Tan débiles. La extrema delgadez desfiguraba sus rostros y sus cuerpos. Desde las cuencas de sus ojos me pedían clemencia. Yo sólo pude derramar lágrimas sobre sus desnudos y mugrientos cuerpos, que ellas aprovecharon para beber, abriendo sus inútiles mandíbulas. Lloré mucho más tiempo. Porque yo sabía, sí, lo sabía desde siempre, que me estaba viendo en un espejo. Ellas eran yo en un futuro no muy lejano. Ellas eran yo y yo siempre fui ellas.
La angustia de ver aquello que sospeché durante tanto tiempo, fue inaguantable. Y tras quedarme sin lágrimas me desmayé del dolor de corazón. Cuando desperté, ellas seguían bebiendo mis lágrimas. Esta vez, lamiendo mis ojos. Ya había caído. Él ya me había empujado.
Estaba allí, debajo del mismo suelo por donde él reptaba acompañado de alguna aniñada nínfula, acompañado de alguna futura víctima. Estaba allí. En mi tumba. La que yo cavé cerrando los ojos y dejándome embriagar noche tras noche. Estoy allí. Sin ropa. Porque la falta de alimento me convierte poco a poco en una alimaña. Estaré allí. Entre ajadas nínfulas envejecidas que clamaremos agua, carne... que te seguiremos clamando a ti.
Así es como llegué aquí. Cómo Lo ya no es Dolores, ni Lolita.
Ahora soy un saco de huesos más entre tu amplia colección de esqueletos.

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