Revista Literatura

Castrada

Publicado el 17 septiembre 2009 por Liarnymphet
Al abrir los ojos una maldita luz cegadora ya se había hecho con mi habitación. Echaba de menos aquellas grandes contras de madera que, arrancadas, esperaban rotas en el suelo. Padecí mis párpados de metal. Mis globos oculares dolían. Chirriaban de dolor. Las legañas no me dejaban ver bien y noté en mi estómago mil punzadas a la vez. La cabeza me estallaba. Y sentí que algo estaba pegado entre mi mejilla derecha y las sábanas. Quizás era sangre, quizás no.
Lo recordaba todo, aunque no quería hacerlo. Lo recordaba todo al milímetro pese a que el güisqui había recorrido mis venas durante todo el proceso. Salí de caza. No tenía otro objetivo, otra motivación… no tenía nada más que hacer que buscar carne para despedazarla con estos colmillos que chirriaban involuntariamente en mi boca, avisándome de que necesitaban despedazar. Necesitaban placer.
Fue fácil camuflarme entre la noche. Juego con ventaja al contar con la sangre fría del reptil. Además, la luna, puta ella, me guiña un pícaro ojo si sabe que teñiré su negro de un rojo sanguinolento. Aquella noche advirtió mis armas escondidas bajo la gabardina. Manos sueltas, una sosteniendo una vieja botella de bourbon, caminar lento y sensual, piernas descubiertas, labios humedecidos por el alcohol. Y ella me ayudó apagando cada una de las estrellas que se atrevieron a salir.
Él, simplemente, era un espectro vagante, maleante de la noche. Otro más. Otra presa más para Mardou. No tardé en buscar una excusa para adentrarme en la negritud de los callejones, arrastrándole hacia mi telaraña, tirando violentamente de su cinturón. Fue fácil hacer desaparecer el contenido de la botella entre los dos.
Entonces… Dolores volvió a aparecer. Pequeña, inocente. Tan Lolita… Sin saber realmente qué hacer con ese cuerpo ajeno entre sus manos y esa lengua entre sus húmedos labios. Remordimientos, dolor. Pensaba en lo que me solía decir el inmundo viejo. Que yo le gustaba pálida, ojerosa, aniñada, complaciente, callada, débil. Fueron varios meses los que necesité para dejar que el sol me tocase la piel, cuando me dediqué a dormir más de cinco horas, cuando decidí que quizás podía llegar a ser un proyecto de mujer, vistiendo torcidos tacones y pintando asimétricos labios rojos, cuando le obligué a que me diese placer a gritos y arañazos…
Y ahora los únicos arañazos que daba eran al aire, tratando de desaparecer de ese putrefacto callejón. Tratando de escapar de mi propia telaraña. Pero la asquerosa noche hizo el trabajo sucio. Dejándolo todo negro. Sin sentido. Desvaneciendo mi suerte y mis pocas posibilidades de escapada. Ya estábamos en mi guarida. Mi terreno. Mi espacio. Mi propia tumba. Continué. Le babé. Le desvestí. Yo llevaba toda la noche desnuda. Todo era excesivamente fácil. Nunca es demasiado difícil dejarse llevar. Fijar la mirada en el techo y dejarlo pasar.
Recordé con angustia, que aunque yo había tratado de ser lo contrario a mi esencia, cuando me volviste a ver, pese a mis exigencias, seguiste llamándome Lo. Seguías susurrándome “pequeña” mientras me hacías balancearme encima de ti. Seguías siendo mi Humbert. Ese viejo ser con el que podía ser realmente yo. Seguías pidiéndome que te hiciese sentir más. Seguías exigiendo. Porque sabes que me gusta obedecer. Y parecía que tenía la partida ganada. Pero me volviste a enjaular, maldito animal, en la distancia, en tu ausencia. Maldito animal. En realidad, chico de cristal. Dejas miembros caídos cada vez que te levantas. Tu cuerpo no puede con tantas nínfulas. Lo sabes. Lo sé. Pero no quieres sentarte y esperar. Y sentir. Pese a que sabes que nací para dar placer. Te parezco una neonata de la sexualidad. Y te gusta. Que dé todo. Que no pida nada. Mi obsesión por calmar ansias ajenas me lleva a no hacer caso a las mías propias...
Y mis ansias inexistentes lloraban cuando el vagabundo nocturno se marchó. Entonces me colgué de la madera con todas mis fuerzas, las pocas que me quedaban. Aún desnuda. Conseguí romper las contras y la luz entró por la ventana. Por fin el sol estaba saliendo. La noche había acabado. Ahora esperaba mi penitencia.
Por eso yazgo, acurrucada en la cama, con las manos ensangrentadas. Tapada con las sábanas todavía húmedas. Impregnadas de extraños. Ajenos. Ya no huelen a ti. Hace frío. Pero da igual. Porque no te quieres dar cuenta de que cuando por fin me quieras, porque lo harás, tú ya no podrás llamarme Lo. Ni yo a ti Humbert.

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