Revista Literatura

Churumuco

Publicado el 01 junio 2012 por Gildelopez
Por varios dias, mamá estuvo ordenando lo que ibamos a llevar; aparte de nuestro equipaje, en cajas de carton acomodó los regalos para la familia: ropa y medicamentos para mi abuelita, juguetes para mis primos, algun libro para mi tio Chuchi, etc. La tarde anterior a la salida cerro los cartones y los amarró firmemente, ayudada por mi papa y nuestro primo/hermano Jesús. Nos mandó a dormir, porque al día siguiente partiríamos de madrugada. A regañadientes, porque la excitación del viaje nos quitaba el sueño, obedecimos, mientras ella y mi prima Queña se quedaban preparando una gran cantidad de tortas y cociendo huevos para comer durante la larga jornada que nos esperaba. Unas horas despues, nos despertó y nos dijo que nos fuéramos vistiendo y volvió a la cocina a servirnos un leve desayuno, que tomamos apresuradamente, dió su visto bueno a nuestros atuendos y emprendimos la marcha al autobús que cubría la ruta Tacámbaro-Churumuco y que estaba estacionado a un costado de la plaza grande, cerca de la casa de la familia Manuel Herrera. Unos pocos pasajeros estaban ya a bordo de la unidad y cuando el conductor nos vio descender los escalones del portal, junto a la tienda de don Mateo Zarco, encendio el motor y bajo a ayudar a mis papas y a mis primos con las cajas y velices que llevaban. Nos instalamos en el autobus que, aun contandonos a nosotros, no iba ni a la mitad de su capacidad, por lo que pudimos ocupar doble asiento, y acostarnos a continuar nuestro suenho interrumpido, mientras mi papa y Jesus ayudaban al chofer a colocar las cajas en la parte trasera del autobus y se despedian de mi mama. Ellos no viajarian con nosotros en esa ocasion. Llego la hora de partir y el autobus enfilo hacia la salida, en la parte alta del pueblo, con lento progreso en las calles mal empedradas. Una vez en la carretera aumento su velocidad. Me acerque a la ventanilla: me gustaba ver el ascua luminosa que era Tacambaro desde el mirador de la Mesa, muy cerca de la casa de Toño Delgado, mi mejor amigo. Despues de ese rapido vistazo al pueblo que a la distancia semejaba un pequeño belen navideño, me fui quedando dormido, arrullado por el ruido del motor y los titubeantes sonidos del radio que el chofer escuchaba para hacerse compañia: Chabelo y Felipita, en la "T" de Monterrey saludaban a quienes ibamos en carretera. La primer luz del amanecer me desperto y me asome por la ventana. El paisaje era diferente al que estaba acostumbrado: vi muchas palmeras que me hicieron recordar nuestras idas a Manzanillo. Alcance a leer el nombre del lugar: La Huacana, antes de volver a dormirme, sonhando que estaba cerca de Colima. Un par de horas mas tarde me desperto del todo el calor y la intensa luz que entraba por los cristales del camion. El sudor que bajaba de mi frente, que cubria mi espalda, adhieriendo mi camisa al cuerpo me daba una sensacion agradable, refrescante. Afuera, el paisaje habia vuelto a cambiar: mientras dormiamos, el autobus abandono el pavimento y ahora caminabamos lentamente (casi tan lentamente como en el empedrado de Tacambaro) por una brecha irregular, en partes cubierta por grava suelta y en partes solo por tierra apisonada. La vegetacion era escasa y la nube de polvo que levantaba el autobus daba un color cafe-rojizo al paisaje que ardia bajo el sol mas intenso de mi vida. Hicimos escala en lugares cuyos nombres me sugerian territorios lejanos, exoticos: Zicuiran, las minas de Inguaran, las Juntas de Poturo, el Chauz...nombres que desde entonces jalonan la geografia de mi alma. Y por fin, cansados y con sed, llegamos a un pueblo que parecia recien hecho: el Nuevo Churumuco... Todo era llegar y olvidar los rigores del viaje con el cariño de Matildita, nuestra querida abuelita, los saludos de los tíos y sobre todo‚ la alegría de los primos‚ por quienes Churumuco era un lugar mágico en donde sentíamos que todo mundo nos quería y nosotros queríamos a todo mundo. En Tacámbaro teníamos muchos amigos pero no primos, a excepción de los que vivían en casa y que sentíamos más bien como hermanos. Era excitante sabernos de pronto parte de un clan tan numeroso. La semana era una sucesión de días cada uno más luminoso que el anterior. Corríamos por las calles de tierra bien apisonada y visitábamos a todos los tíos: sus hermanos se "peleaban" a mi mamá y teníamos que ir a comer un día a la casa de este tío, mañana a la de aquel y luego a la de otro más...comidas en las que abundaba el exotismo: güilotas. tamales nejos, toqueras‚ pitires. lechedura... No había lugar para el aburrimiento: corríamos, recorríamos el pueblo con alegría‚ íbamos a la laguna‚ jugábamos futbol en la calle‚ etc...Algunos días‚ al caer la noche había funciones en un gran solar‚ bardeado y sin techo que era el cine. Largos tablones y vigas colocados sobre tabiques hacían las veces de asientos; quienes querían más comodidad llevaban sillas de sus casas. Fue allí donde ví por primera vez películas mexicanas de la época de oro: en Tacámbaro‚ como el cine Morelos no tenía muy buena acústica sólo iba cuando daban filmes subtitulados. Aquí‚ en cambio‚ el sonido era perfecto. Luego del cine caíamos rendidos y nos gustaba dormir en hamacas afuera de las casas‚ porque aun de noche el calor era fuerte. Cierta vez íbamos por la calle con nuestra algarabía habitual‚ cuando nos encontramos a una señora que parecía tener todos los años del mundo encima. Caminaba apoyándose en un bastón e iba del brazo de un señor también mayor aunque no tan viejo como la señora, que al parecer era su madre. Mis primos saludaron a la pareja y ella se me quedó viendo: "guache‚ ¿tú de quién eres?" De Estela Torres‚ le dije. Abrió la boca‚ como asombrada y asintió seriamente‚ mientras me observaba y nos hizo reir con su comentario: con una gran sonrisa desdentada dijo: “tan chula‚ mi güerita; tú no saliste a ella”. El acompañante me dijo: yo fuí gañan de tu abuelo‚ el difunto don Celestino. Un hombre a carta cabal‚ sí señor“ Nunca supe el nombre de esos señores. Nos despedimos y apresuramos a llegar a casa de una vecina de Matildita. Habían llegado unos vendedores trashumantes a ofrecer las maravillas de los orífices de San Lucas y aunque no nos interesaba mucho su mercancía‚ aquello parecía una fiesta. Días luminosos‚ sí...tengo cierta propensión a equiparar los lugares de mi vida con otros que aunque ficticios viven en mí: Comala, Macondo... siempre había pensado en Tacámbaro como mi Macondo particular, íntimo y en Churumuco como mi Comala y no sabía por qué, ya que como se puede ver en mis recuerdos‚ ese pueblo limpio‚ brillante‚ recien hecho era parte de Macondo también. Una parte acaso aun más luminosa. Mi impresión venía del hecho de que Comala era el ascendiente directo de este poblado vital y estaba ahí mismo‚ a unos pasos‚ debajo de las aguas de la presa y de vez en vez reaparecía... Sí... en ciertas noches de estío, Selene conspiraba con Infiernillo. Aquella con su resplandor argentino, éste retirando sus aguas lo suficiente para que reapareciera centenaria, fantasmal, recortándose sobre el horizonte grisáceo la silueta de leyenda. Fiel guardián, el campanario de la iglesia del viejo Churumuco se alzaba de nuevo y desde las alturas de su torre volvía a presidir las calles, los cimientos de las viejas casas que otra vez emergían y se llenaban poco a poco de voces, de ecos: presencias del pasado. Un pasado vital, luminoso, ardiente. Entonces, don Celestino Torres recorría las calles casi borradas por los años bajo la tumba acuática, pero visibles, claras en su memoria. La nostalgia lo llevaba ora por callejuelas empedradas, ora por veredas polvorientas: los caminos del pueblo que generoso lo adoptó; los caminos de la tierra que fue su mortaja y en la que su numerosa prole empezó a forjar su propia, multiple historia. En su deambular encontraba añejas amistades; en cada puerta repetía el ritual de los saludos: el firme apretón de manos, el fraterno abrazo, las palmadas en la espalda. En cada casa retomaba conversaciones emotivas en torno a macizas mesas de parota en las que reposaba, en vasijas de barro, el entrañable fuego líquido del mezcal. Y los platos de frito acompañados por tamales de ceniza, las aguas frescas, la áspera textura de las toqueras suavizada por la leche recien ordeñada, el dulzor increíble de la lechedura. La plática se alargaba por horas, reviviendo viejas historias de pasados violentos, en tierras no lejanas, territorios preñados con relatos bárbaros de enconos centenarios y odios heredados: rencores y vendettas que aniquilaban estirpes enteras. Surgían lugares, nombres del ayer. Lugares queridos, nombres amados que evocaban temores, nostalgias, querencias: Aratichanguio, Guayameo, San Lucas, Zirándaro. Sí... se recordaban días oscuros, pero también se hablaba, y mucho, del presente plácido, del brillo del futuro, de la esperanza que renacía con cada cosecha, con el lento, seguro crecimiento de los modestos hatos... Don Celestino Torres caminaba, reviviendo en cada esquina, en cada recodo sus propias historias, parte importante, complementaria de las de sus antiguos vecinos. Volvía al lugar de su tiempo feliz...aunque decir que volvía tal vez no sea exacto: desde su llegada a estas tierras, luego de cruzar el Balsas/Jordán, jamás se marchó. Su tiempo terminó y su cuerpo físico enriqueció el suelo que él decidió amar y su presencia inmaterial quedó para siempre entre las aguas de la laguna en que se convirtió el poblado. Don Celestino Torres caminaba por las calles de esa Pompeya calentana que Infiernillo liberaba por breve tiempo. Caminaba y... sigue caminando. Llega a veces al pie de la torre y a las puertas del viejo templo se reúne con su amada Matilde. La adorable Matildita que platica con su amiga Inés Reyes. Don Celestino besa la frente de Matildita y saluda a doña Inés, a quien pregunta por Luisito, hijo de ella al que él no ha visto desde que partió al seminario hace ya varios años. La alegría, el amor filial inundan a Inesita cuando le cuenta que su hijo es arzobispo de San Luis Potosí, y que muchos dicen que "ya mero" va a ser obispo de Roma. Por sobre el aire lleno de conversaciones resuenan de pronto los cascos de un corcel. El amistoso trío calla, reverente, para contemplar al jinete, visitante de un pasado aún más remoto que el de ellos. El antiguo párroco local emprende una vez más su larga jornada. Un paño rojo, fuertemente anudado mantiene a raya el sudor de su morena frente y cubre su hirsuta cabellera. Nuevamente, eternamente, el modesto cura parte hacia su cita con la gloria en Indaparapeo. Don Celestino se disculpa unos momentos y el par de amigas reanuda su charla, mientras él ingresa al templo. Respetuosamente, se despoja del cinturón que sostiene un pesado revólver, lo coloca en un banco junto a la puerta; se quita el sombrero, descubriendo el blanco cabello que lleva muy corto. Sombrero en mano, llega al centro de la nave y vuelve a ver, a vivir el luminoso mediodía en que llegó con su hija menor hasta éste mismo altar. La recuerda saliendo después por la puerta principal, del brazo del joven comerciante que se la llevó a vivir al lejano Tacámbaro. A sus oídos llega claramente la música, el jolgorio de las celebraciones. Vuelve a él aquella agridulce sensación: la alegría con tintes de tristeza por la separación de su niña, de su "güera". Revive eso momentos y una sonrisa distiende las facciones de su rostro curtido por mil soles; su recia mirada se ilumina con ternura. Sí... en algunas noches de estío mi abuelito Celestino vuelve a contemplar el inicio de mi historia....

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