Revista Literatura

Cómo me salvé de una horrible cicatriz

Publicado el 13 mayo 2017 por Blancamiosi
Tenía yo once años cuando vivíamos en Breña, en Lima, en uno de los minúsculos apartamentos de una larga fila de viviendas que llamaban “pasaje”.  De eso ya hace mucho tiempo, pero en estos días recordaba algunos detalles de los dos años que viví allí. Dos años era un tiempo bastante estable para mí, porque normalmente mamá, mi hermano y yo nos mudábamos cada seis meses. O me mudaban, que es otro cantar.
Fue en ese pasaje de Breña en donde me quemé la mejilla izquierda con caldo hirviendo. Mamá me había dejado a cargo y dijo que removiera de vez en cuando el cocido de una olla en la que había una cabeza (o parte de ella) de cordero. Recuerdo que el agua que bullía en la olla era muy grasosa, probablemente, ahora que lo pienso, porque la cabeza de cordero debe contener lengua, ojos, sesos… ¡qué sé yo! Lo único que recuerdo es que era un platillo delicioso que comíamos acompañado de papas amarillas, ají, y verduras cocidas. Se me ocurrió mover la cabeza con el cucharón, sé que estuvo mal, pero ya estaba hecho, y obvio, la cabeza resbaló dentro de la olla y el agua se desbordó yendo a caer en mi cara que estaba bastante cerca debido a que yo era pequeña. Por un reflejo debí de haber hecho la cara a un lado y solo mi mejilla derecha recibió el agua caliente. ¡Sentí un ardor terrible! Y como no había nadie en casa recordé que mi abuela Antonia decía que si uno se echaba ají molido sobre una quemadura esta sanaba con rapidez. En casa siempre había ají molido, así que me puse toda una cucharada de ají en la parte quemada. Milagrosamente dejó de arderme, pero poco después sentí que se me adormecía la cara y eso me produjo mucho miedo. Más que al recibir el agua hirviendo en pleno rostro. Salí y busqué a la señora Lola, ella me limpió el ají y me puso rodajas de tomate. Para cuando llegó mamá yo estaba sentada en una silla sujetándome las rodajas de tomate en la cara y ella se llevó el mayor susto de su vida. Fuimos a una farmacia y la farmacéutica recomendó una crema que me alivio el dolor, que para ese momento ya era insoportable, porque según entendí después, el espeso cocido contenía demasiada grasa, así que me resigné a quedar con una enorme cicatriz que iba desde mi párpado inferior hasta la barbilla. A medida que pasaban los días se fue formando una costra gruesa y después se cayó, pero quedé con una fea marca. En esa zona la piel no se veía tan lisa como en la otra mejilla y se había descolorado.
Cómo me salvé de una horrible cicatrizTres meses después todavía seguía con la mejilla en mal estado, pero en realidad no me preocupaba, porque en casa solo había un espejo cuadrado de tamaño pequeño y estaba arriba, sobre la cómoda, y yo no era muy aficionada a verme en el espejo, así que para mí estaba bien. Era suficiente con que ya no me doliera; otra cosa era para mamá. Creo que se sentía culpable y cada vez que me miraba se ponía a llorar, hasta que cierto día en una farmacia ella preguntó por algún medicamento para la cicatriz de mi cara. La dependienta me miró y le dijo: “Compre botones de concheperla  —que era como decían en Perú a los botones de nácar—  y póngalos a disolver en jugo de limón en un envase cerrado. El envase debe estar previamente lavado con agua hervida”.
Lo recuerdo como si fuera ayer.  Eso hizo mamá y yo veía día a día disolverse los botones de nácar hasta quedar todo convertido en un líquido blanco. Ella me puso el líquido sobre la cicatriz no recuerdo durante cuántos días, supongo que hasta que se acabó el contenido del frasco, que no era mucho, y como por arte de magia la piel de mi mejilla recuperó la normalidad.
No sé qué contenga el nácar unido al limón, o si el limón simplemente actuó como disolvente, lo cierto es que fue lo que hizo que volviese a ser una niña normal. Meses después nos mudamos de Breña y terminé viviendo en plena selva, en Satipo. Pero esa ya es otra historia.

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