CONSTRUIR UNA LUZ (II): La adaptación

Los mecanismos de adaptación a los cambios que posee el ser humano son inescrutables. El primer día que me llevaron al colegio lloré amargamente en cuanto mi madre me soltó de la mano. No me lo podía creer. Mi madre. Con lo que me quiere. Que me soltara y me dejara en aquel patio llorando desconsoladamente y se fuera; era inconcebible. La primera gran traición de la que tengo recuerdo es ésa. Después vendrían muchas y más crueles sin cabe pero aquella… Lo cierto es que al segundo o tercer día de colegio ya me iba yo solito y sin problemas. Cuanto antes mejor, tuve que pensar. También recuerdo aquel día que estaba jugando al fútbol de niño y me detuve en mitad del partido porque me di cuenta de que aquello no me divertía y me salí del campo. Abucheado e increpado por los compañeros pero con dos cojones. Después planeé hacer un largo viaje en coche con un amigo escuchando a los Doors y fumando porros. Pero me di cuenta de que los Doors no me gustaban nada, de que aún no tenía carnet de conducir y de que los porros me sentaban fatal así que terminé por abortar mis precoces planes de rebeldía antes siquiera de empezar. Para entonces ya estaba en la fiesta fin de curso del instituto, puesto de ponche hasta las orejas comprobando como la chica con la que me la cascaba por las noches en mi habitación le comía la boca a mi amigo Paco, granito éste de arena que colmaba mi pantagruélica montaña de mínimas derrotas. Luego se murió mi perra y lloré. Mi abuelo y lloré también. Y todo se fue incorporando con magulladuras, a veces con cicatrices, con lesiones traumáticas que me llevaré a la tumba y alguna amputación invisible incluso…. de alguna manera hay un peaje insalvable que nos permite avanzar y al que siempre es mejor poner una sonrisa que una mueca seria. Total, el precio es el mismo. La adaptación.