Revista Diario

Crisis de ansiedad

Publicado el 21 diciembre 2010 por Encantada
Crisis de ansiedadSiguiendo el ejemplo de Candela, he decidido poner un título bien obvio a mi post, para que cualquier persona que buscara información sobre lo que verdaderamente se siente durante una crisis de ansiedad pudiera encontrarla. A mí, el post de Candela me ayudó mucho a identificar lo que me pasó una noche en la que sufrí una crisis de ansiedad que entonces me aterrorizó y que hoy considero suave; y también me ha servido (tras leerlo una y otra vez, pues no quería desorientarme aún más navegando por fuentes que no me resultasen fiables) para aceptar, después de varios días, lo que me pasó cuando una tarde de confidencias y reencuentros felices en una cafetería acabó dando con mis huesos en el hospital.
Antes de pasar a explicar algunos de los síntomas que yo tuve, quiero advertir que, a base de usar y abusar de la palabra “ansiedad”, hemos terminado por vaciarla de significado. La mayor parte de la gente que conozco afirma que también ha sentido ansiedad, pero cuando les pregunto por sus síntomas, puedo asegurar y aseguro que lo que han notado ha estado producido por los nervios, el estrés, el malestar psicológico, la tristeza, el miedo, la angustia y un sinfín de emociones negativas que, sin dejar de ser graves y dolorosas, no son ansiedad, o al menos, no son una crisis de ansiedad. Evidentemente, yo no soy quién para decir lo que es mejor o peor haber sentido, y sobre todo, creo que decir algo semejante es absurdo e inútil. Solo quiero puntualizar que las crisis de ansiedad son una cosa, y el resto, otra.
Según me explicó el maravilloso médico que me atendió en urgencias, una de las características de las crisis ansiedad es la somatización a través de síntomas que, si no fuera por la incongruencia del cuadro, estarían apuntando a algo verdaderamente grave. En mi caso, y de manera repentina, empecé a notar un mareo difuso, dejé de sentir las manos y los antebrazos, y tuve la necesidad irrefrenable de salir corriendo de aquella cafetería; cuando me quise dar cuenta, ya estaba en la calle. Al parecer, la sensación de laxitud, pérdida de fuerza y hormigueo en las extremidades u otras partes del cuerpo (técnicamente, se denomina “parestesia”) es uno de los síntomas típicos de una crisis de ansiedad; como también lo es la necesidad de huir, como si huyendo de un lugar pudiéramos huir de nuestro propio cuerpo y de las terroríficas sensaciones que lo invaden. El mareo, así como la idea de que vamos a perder el conocimiento, también son frecuentes.
Durante unos momentos, el frío de la calle me hizo sentir mucho mejor. Fue como volver en mí: sentir que mi cuerpo era mi cuerpo, que yo estaba dentro de él y que ninguno de los dos íbamos a irnos a ninguna parte separados. Prefería estar así, tumbada en un banco en plena calle (al que, por cierto, no recuerdo cómo llegué), que regresar a un lugar cálido y seguro. Necesitaba sensaciones corporales fuertes para cerciorarme de que no iba a perder la conciencia. Sin embargo, al rato empecé a empeorar: tampoco sentía los pies ni las piernas, ni creía tener fuerza en ellos (a esto se le llama “piernas de goma”, otra forma de parestesia); posteriormente, empecé a dejar de sentir también los labios, la punta de la nariz y la punta de la lengua (más de lo mismo, evidentemente). No obstante, estos síntomas iban y venían; no como los de las manos y antebrazos, que me duraron un par de días.
Al ver que no mejoraba, y muy asustada, llamé a mi novia para que me llevara a urgencias. Durante el trayecto en coche, de apenas unos minutos, tuve que abrir la ventanilla para sentir el frío de la noche en mi cara, porque debido a la calefacción volvía a tener las sensación de que no sentía mi cuerpo y de que iba a perder el conocimiento en cualquier momento. El frío me aliviaba, me hacía sentir viva, ya que desde el comienzo de la crisis me había invadido la certeza de que iba a morir: algo que también es muy común. Esta sensación es muy intensa, desagradabilísima y, desde mi punto de vista, muy difícil de explicar. ¿Por qué, de pronto, sabes que vas a morirte? ¿Por qué eso y no cualquier otra cosa? Sinceramente, no tengo respuestas.
Mientras esperábamos a que nos atendieran en urgencias, necesitaba estar en continuo movimiento. Cada vez que trataba de sentarme, calmarme y esperar tranquila, volvía a perder el control sobre mi cuerpo: dejaba de sentir las piernas y los pies y me mareaba de esa manera difusa, que no se parece a un mareo real, pero que te hacer creer que vas a desmayarte inmediatamente. Así que pasé un buen rato recorriendo un pasillo minúsculo de lado a lado, una y otra vez. Cuando me hiceron pasar y me tuve que sentar en una silla de ruedas, me dio vergüenza levantarme y seguir andando de manera compulsiva, así que empecé a temblar y a frotarme las manos contra las piernas continuamente. Al poco empecé a sentir una sequedad en la boca terrible, que no pudo aliviar ni el vaso de agua que me dieron bajo amenaza de ponerme violenta.
El médico me hizo pruebas objetivas de fuerza y sensibilidad, y entonces pude comprobar que, de hecho, conservaba toda la fuerza de mis manos y no había perdido sensibilidad alguna. Sin embargo, yo seguía sintiendo que sí. Y así lo seguí sintiendo durante un par de días, aunque poco a poco se me fue pasando. Lo único que verdaderamente puedo decir que tenía en las manos era cierto agarrotamiento, así como un frío inmenso. Suelo tener las manos y los pies muy fríos, pero aquel frío era especial. De hecho, el frío fue el único síntoma especial que sentí antes de la crisis de ansiedad: llevaba varios días destemplada, tenía frío en cualquier momento y lugar, aunque tampoco pueda asegurar que realmente tenga algo que ver (personalmente, estaba segura de que incubaba una gripe o un resfriado).
En urgencias me pincharon media ampolla de valium y me recomendaron tomar lexatín cada doce horas. Yo todavía no daba crédito a que todo aquello hubiera sido una crisis de ansiedad, por más que el médico hubiera tenido la paciencia de hacerme un análisis pormenorizado de muchos otros trastornos neurológicos para convencerme de que no sufría ninguno de ellos. A pesar de todas las drogas que llevaba encima (una cantidad estimable para alguien como yo, que hasta el momento había tomado tres lexatines contados en mis veintiocho años de vida), no pude pegar ojo en toda la noche, paralizada por la idea de que seguía sin sentir las manos ni los antebrazos y de que si me dormía no volvería a despertar nunca. Por fortuna, y porque no puede ser de otra manera, poco después del amanecer me quedé dormida, y durante el día siguiente me iba durmiendo en cualquier parte.
Actualmente llevo diez días de baja, sigo tomando lexatín cada doce horas y parece que voy a seguir así durante un tiempo, pues mi recuperación es lenta, por más que yo trate de poner todo de mi parte. Los síntomas físicos han remitido bastante, aunque siga frotándome las manos a cada rato para comprobar que siguen ahí; y los psicológicos… bueno. Los psicológicos no se arreglan en lo que dura una baja; pero yo sé que irán mejorando poco a poco, porque ya lo están haciendo. De todas formas, he de admitir que lo que más me cuesta es darme cuenta de que verdaderamente padezco ansiedad, de que estoy sufriendo psicológicamente más de lo que creía y estaba dispuesta a admitir, y de que necesito el descanso que los médicos me han recomendado, aunque piense que el mundo se hundirá dentro de poco si yo no vuelvo a trabajar.
Y ahora llega la pregunta que todo el mundo me hace: pero, ¿qué te ocurrió aquel día? Pues nada. Nada más ni nada menos de lo que me ha podido ocurrir cualquier otro día en el que no he sufrido una crisis de ansiedad. Porque algo que tampoco se entiende es que las crisis de ansiedad no se producen en el momento exacto del suceso traumático: eso son otras cosas, como por ejemplo, una crisis de pánico. Las crisis de ansiedad se producen por la acumulación de muchos momentos, generalmente durante un día o periodo de cierto sosiego, cuando nuestro cuerpo, por fin, puede expresar todo lo que llevaba dentro y que tuvo que guardarse en todas esas otras ocasiones en las que no pudo permitirse el lujo flaquear y tuvo que dar la talla.
De la acumulación de qué momentos, hablamos otro día.
Encantada.

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