Revista Diario

* durban

Publicado el 01 julio 2011 por Chinopaper

Llegué a las siete menos cuarto. Durban ya estaba instalado en un costado, solo, enfundado en un anorak verde militar bastante maltratado. Sobre la mesa había un plato con dos medialunas y un vigilante, a un costado un tazón que ya no humeaba. No me asombró que su figura se incrustara en el paisaje del bar como si siempre hubiera estado allí; Miguel era así, siempre camuflado, siempre en el rincón sin molestar, te lo podías confundir con una sombra abandonada que espera que la vengan a buscar. Lo cierto es que él mismo había elegido abandonar todo y trasladarse voluntariamente al sector vedado del pensamiento que ninguno de nosotros es capaz de soportar. Escribía ensimismado en uno de sus cuadernos azules sin prestar atención al entorno; de todas maneras no había mucho que atender: un mozo, un cadete del Liceo con su café con leche, el encargado de la cocina y la cajera. Entré. Me saqué la bufanda y me acerqué.

-   ¡Qué bueno verte, Claudio! – me dijo mientras nos saludábamos con un abrazo largo y sincero. – Gracias por venir. Sé que es temprano para vos, ¿seguís durmiendo mucho?-

-   Más o menos, – le respondí – ahora tengo algunas ocupaciones fijas que no me dejan mucho tiempo para dormir. ¿Vos estás bien, Miguel?-

Durban se me quedó mirando pensativo dos o tres segundos, después miró por sobre mi hombro y llamó al mozo con un gesto. Pidió dos cafés y dos vasos de soda. Prendí un pucho.

-   Estoy bien, pero un poco inquieto, vos me conocés. Anoche me sucedió algo raro. No, algo fantástico. Es una señal, sin duda. Un llamado. –

-   Contame. – le dije mientras revolvía el café despacio para que el pocillo no rebalsara. – Era temprano y quizás no entendiera nada de lo que me dijera, pero con lo imprevisto de la llamada de la noche anterior lo menos que podía hacer era escucharlo.

El primer sol empezó a pegar en los ventanales del bar, afuera el tránsito se pobló de repente de colectivos, taxis y particulares empecinados en llegar a horario a la oficina. El olor a café y a facturas recién horneadas era tan agradable que aplacaba bastante mis ganas de tomar. En los últimos meses había tenido una recaída. La seguía teniendo, en realidad.

-   Es trascendental. – me aseguró. – Y sos la única persona a la que le voy a confiar esto.-

Por el tono de su voz inferí que la complejidad de la historia que estaba por escuchar me excedería por completo. Hacía cinco años que no lo veía. Durante ese tiempo intercambiamos algunas cartas, a veces algún telegrama, contándonos en qué andábamos, reflotando algún recuerdo del cerro, o pidiéndonos opinión sobre algún asunto puntual, pero no mucho más que eso. Me di cuenta enseguida de que estaba frente al mismo Durban de siempre. Solté el humo.

-   Contame. – repetí.

-   Ayer fue un día como cualquier otro. Hice trámites, fui a la biblioteca y almorcé solo, en el centro; volví a casa y me pasé el resto de la tarde escribiendo. No cené, no tenía hambre. Me fui a bañar directamente. Me sentía bien, un poco cansado tal vez. No me imaginé que estaba a punto de pasarme algo extraordinario. Salí de la ducha y una sensación agria se me clavó en el pecho, como un puntazo, y me sepultó bajo una infinidad de imágenes que creía olvidadas. Apoyé la cara contra la pared sur, la que da al convento, y sentí cómo el frío del concreto me invadía despacio, atravesando músculo y nervio, y llegaba hasta mi interior más profundo. Sentí miedo. Y entonces me di cuenta, Claudio. Por eso te llamé. Para contártelo. Porque cuando uno tiene una revelación semejante, adquiere inmediatamente la obligación de compartirla. Hasta ayer a la noche creía, probablemente por la ignorancia  lógica del que piensa que tiene todas las respuestas, que el miedo era insondable. Pero no lo es. No existe entidad alguna, ni sensación, emoción o pensamiento a los que ese término pueda cuadrarle verdaderamente; de hecho me pregunto si lo “insondable” no será una figura represiva que utilizamos como barrera y consuelo al mismo tiempo. No lo sé. Pero ahora sé otra cosa. Y eso es lo que te quiero contar… Anoche descubrí que el miedo es inabarcable, esa es la verdad. Una vez franqueada esta barrera ficticia y protectora, la que nos impide meter la mano en el tacho y revolver nuestra propia mierda, si nos animamos podemos vagar eternamente por ese laberinto indeseable. Yo lo hice. Anoche. Fue un momento terrible, hermoso y brutal. No tengo palabras para describirte fielmente lo que sentí. Estaba ahí parado, enrollado en la única toalla limpia que me quedaba, en mi habitación, y todo estaba igual: la cama, el ropero, el espejo, la cómoda, los adornos, la silla, la máquina de escribir, los cuadernos; pero nada era lo mismo, porque en realidad yo ya no estaba ahí, ¿me entendés?, estaba dentro del tacho. Y la pared que sostenía con mi cara ya no era la de mi habitación sino que se transformó en una superficie gelatinosa en la que todos mis temores brillaban adheridos, pegoteados y abandonados como caramelos a medio masticar. Lo curioso es que en un principio no pude identificar ninguno. Todo lo que vi fueron teseos y minotauros desbocados corriendo por pasillos estrechos, vi los brillos de espadas y de cornamentas, escuché bufidos y jadeos, me maravillé con hilos y collares de oro; indefenso ante ese revoltijo, el estómago se me retorcía en una náusea cuasi volcánica que me paralizaba de dolor. Solté la toalla y la dejé caer. No me moví. No quería. Tenía miedo. Era una estatua, un pedazo más de mampostería. Apoyé las manos en la pared a la altura de las sienes y comencé a llorar en silencio, cerré los ojos y apreté los labios, como si de esa forma además de contener el llanto pudiera ahuyentar las imágenes que se me venían encima como cuervos insolentes. Pero no me aguanté. Lloré como un chico, Claudio. Me quería ir, desaparecer, escaparme. Pero cuanto más fuerte era el esfuerzo que hacía por evadirme, más me hundía en ese fango inabarcable. El miedo es un viaje infinito. Imaginate que vas en un barco enorme, un transatlántico, cruzando el mar más grande que hayas visto jamás, bajo la noche más oscura que te haya abrazado alguna vez; pero vas de polizón, un alma clandestina atrapada entre acero, bronce, cromo, níquel, vergüenza y rencor . Y ese viaje no se termina nunca. Entre distancias absurdas caes en un puerto tras otro, encontrás caras desteñidas que no podés reconocer, pero sabés quiénes son, y no entendés por qué no las podés reconocer si son tan familiares, y es peor, y te querés bajar, pero es imposible; nadie se baja de este barco, y sos un polizón y te querés bajar igual, pero no podés, Claudio, no podés. Pensás en saltar, pero no podés. Hasta que entendés que eso no es un mar si no que estás flotando en el agua tibia y marrón que se agita dentro del mismo tacho en el que metiste la mano para revolver tu propia mierda. Es un momento trágico. Te envuelve un remolino, te levanta del piso como si fueras una hojita de papel, te sacude fuerte para los cuatro costados y te revolea…te estropea, te rompe. Y todo esto lo entendí anoche cuando salí de la ducha. Pasé un rato largo abroquelado en mi llanto tratando de recomponerme. Cuando logré serenarme, di un par de vueltas por la casa, fui a la cocina, y puse a recalentar el café que me había sobrado del desayuno. Cuando estuvo listo me senté a fumar en el sillón del escritorio. No tenía voluntad más que para fumarme ese cigarrillo. Lo disfruté. Tardó en consumirse lo mismo que yo en reflexionar todo esto. La toalla estaba tendida en el piso, húmeda y retorcida. Hundí la colilla en el cenicero y la aplasté con el índice. La melancolía me invadió por completo. Comencé a sentir un poco de frío y recién entonces me di cuenta de que estaba desnudo. –

La mañana estaba crecida y los árboles se estiraban largos hacia las alturas de los balcones buscando el sol más fuerte. Los porteros terminaban de baldear las veredas. En la cocina del bar se escuchaba el entrechocar de los cacharros y los cubiertos. Miguel Durban estaba callado, las manos apoyadas sobre su cuaderno azul, los ojos vidriosos fijos en mi cara pétrea, cansada, triste. Prendí otro cigarrillo. Aspiré profundo. Traté de recordar cuándo había sido la última vez que me había sentido tan desprotegido e inútil. Llamé al mozo y pedí la cuenta.

 


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