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El ahora

Publicado el 03 abril 2011 por Alicia
El ahora
Nunca he sido muy deportista. Podría decir que, aparte de la natación, el deporte que más he practicado es el tenis de mesa. Sin embargo, últimamente he decidido ir al gimnasio para contrarestar el inevitable desgaste ocasionado por el paso del tiempo. Para una neófita como yo entrar en un gimnasio ha sido como introducirme en un santuario cuyos parroquianos celebran ritos que desconozco, lo cual hace que me mueva con cierta rigidez y destile un aire de falta de naturalidad.
Poco a poco he ido levantando del suelo mi mirada para fijarme en lo que ocurre a mi alrededor. A simple vista soy capaz de distinguir claramente a los que llevan años y años de ejercicio regular:
- Ellos están musculados y se secan la frente después del ejercicio con ademanes de saber muy bien lo que se traen entre manos. De vez en cuando entablan alguna conversación con sus iguales intercambiando extrañas palabras como tríceps, bíceps, plexo... y muchas otras que por su dificultad no recuerdo.
-Ellas están monísimas con el chándal de última moda, las zapatillas perfectamente conjuntadas con el atuendo y unos cuerpos bien torneados. Se mueven ágilmente entre los aparatos y conocen a la perfección el orden de los ejercicios que tienen que realizar.
A los novatos como yo también los distingo con claridad: titubean y disimulan azorados su falta de soltura refugiándose en el único ejercicio que conocen, el cual repiten una y otra vez para disimular. Después de estar semanas subiendo y bajando una barra decidí pedirle al monitor que me preparara una rutina para cada día de la semana y ahora llevo una ficha alargada con imágenes de los ejercicios destacadas con marcadores de distintos colores y numerados. Pero sigo teniendo un problema: los dibujos son tan pequeños y mi vista está tan mal que no veo ni torta. O sea que ahora voy al gimnasio con gafas. Sin embargo, los problemas no parecen abandonarme porque las imágenes de los ejercicios me resultan todas iguales y no tengo ni idea de lo que hay que hacer, por lo que he tenido que perseguir al monitor durante semanas para que me explicara uno a uno cada ejercicio y he ido anotando en la libreta cosas como: "aparato frente a la puerta - barra ancha - manos separadas - tirar hacia la barbilla". O sea que, aparte de la toalla obligatoria, ahora voy cargando las gafas, la ficha, la libreta y un bolígrafo para escribir.
También he llegado a la conclusión de que a la gente parece no gustarle demasiado el gimnasio. Todos parecen deseosos de estar en otra parte. Algunos llevan auriculares incrustados en las orejas; otros se empeñan en leer novelas de Ken Follet o rellenar un sudoku mientras pedalean en la bicicleta estática; los demás miran embobados los insulsos programas deportivos que se emiten en las pantallas de televisión repartidas por el establecimiento.
Yo, para seguir el ritual y pasar desapercibida, decidí enchufarme el ipod a la oreja. Mi equipaje se ha complicado porque ahora llevo el peso del ipod en el bolsillo del pantalón y el cable por debajo de la camiseta para evitar que se enrolle en los aparatos. Pero lo único que he conseguido es darle un tirón al cable y romper uno de los auriculares.
A partir de mañana voy a ir al gimnasio con lo puesto. Me voy a quitar las gafas, voy a dejar el ipod en casa, tiraré la ficha y la libreta y me pondré a hacer los ejercicios en el orden en los que lo haga alguno de los parroquianos elegido al azar. De ese modo podré disfrutar de la vida en presente y dejar que mi mente se centre en la experiencia única de acudir a un gimnasio.

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