Revista Literatura

El Ahorcado

Publicado el 11 enero 2018 por Saladimfarishta

El Ahorcado

Era casi la una de la tarde. La dueña de la pulpería se preparaba a cerrar para ir a almorzar cuando él entró intempestivamente. Le tomó un momento reconocer de quién se trataba. Ese rostro juvenil y de rasgos afilados había pasado oculto tras una barba espesa y dispareja varios años. Ahora se le presentaba afeitado y vestido con una camisa manga larga blanca y un pantalón de tela negra. Parecía dirigirse a algún tipo de celebración. Nunca había sido guapo, pero tenía buen aspecto.

Le dijo que necesitaba una cuerda para atar algo. Ella le mostró una soga corta y gruesa.

–¿Cuánto cuesta?  –preguntó.

–Doce córdobas –respondió la pulpera.

–Sólo ando diez –le dijo el chavalo, con ojos llenos de aflicción.

–Entonces no te la puedo vender –sentenció la mujer, quien ya estaba algo impaciente por el hambre y la hora.

El joven dio media vuelta y procedía a retirarse cuando la voz de la pulpera lo detuvo. Ella era de carácter fuerte e inflexible, pero no podía evitar sentirse un poco conmovida al ver tan cambiado al joven que apenas la semana pasada había amanecido desorientado y semidesnudo en la acera de enfrente.

–Mirá, chavalo –le dijo–. Si es para colgar ropa, te puede servir esta sondaleza. Es más delgada, pero vale ocho pesos.

–Sí, sí –tartamudeó él chavalo– justamente lo que necesito para colgar una mudada.

Canceló el costo de la sondaleza y salió de la pulpería con paso decidido. La pulpera lo contempló doblar en la esquina de arriba. Reflexionó en el hecho de quien lo viera ese día, no creería que ese individuo llevaba años hundido en el oscuro mundo de las drogas –por lo visto, el vecino decidió enmendar el camino que tomó su vida–. Se sintió contenta de, en cierto modo, ayudarle a dar un primer paso.

No había terminado de almorzar cuando le llegaron a avisar que el chavalo a quien había atendido momentos antes había sido encontrado muerto en su cuarto.

–Se ahorcó con una sondaleza –le contó una vecina.

–¡Virgen Santísima! –exclamó la pulpera, llevándose una mano al pecho– le ayudé a matarse.


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