Revista Literatura

El árbol de la vida o la eternidad de la locura.

Publicado el 14 abril 2015 por El Perro Patricia Lohin @elperro1970

 PageImage-524502-4779542-1994StillWatersBárbara Cole

“El amor imposible es tan imposible como yo pensaba. Más aún: es absolutamente imposible. Cuando el cielo baje a la tierra, cuando los tigres reciten a William Blake, cuando todos los hombres sean felices, aun entonces el amor imposible persistirá en su imposibilidad.

¿Debo confiar en un encuentro posterior a la vida, en una cita eterna de nuestras almas? Aun cuando creyera en ello, su alma no querrá encontrarse con la mía sino con otra, con otra elegida.”

Alejandra Pizarnik

Nueve treinta a.m.

Hace una hora que nadie entra a mi tienda. Lo sé  porque abrí ocho treinta y aún no he intercambiado palabra con nadie.

Una hora en la cual me he debatido entre un café instantáneo endulzado con Svevia, un libro de Rosa Montero que me hubiera gustado escribir y la ausencia de internet. Esto último probablemente me sugiere que hay otras cosas por hacer en esta vida además de navegar toda la mañana  buscando frases estúpidas, acordes con el momento presente, que den un poco o todo de sentido. Frases delirantes cuyo efecto sobrepase los treinta segundos que uno tarda en publicarlas.

Es una buena mañana casi para cualquier cosa. Alejandra Pizarnik me habla desde un rincón de los amores imposibles, reafirmando su carácter inamovible de imposibilidad aún después de muertos. Lo que no es en esta vida tampoco lo será en otra. Honestidad brutal.

¿Será necesaria esta dosis de pesimismo o realismo mañanero? Si al final de cuentas, creíamos que lo único que podía salvarnos era la muerte.

Ayer nos ha dejado un grande: Galeano. Un imprescindible como han dicho muchos, entre ellos algunos colegas suyos escritores.  Sólo puedo decir que las huellas de las palabras de un escritor son eternas. Ellos viven por siempre, superan con holgura el par de décadas de supervivencia. Vuelven a nacer cada vez que alguien los descubre en un libro o en una frase o en un pensamiento. Trascienden ampliamente cualquier barrera temporal.

Abrir un libro, leer, dar vida a los personajes y al escritor que está detrás de éstos.

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Bárbara Cole

¿Qué más nos hace eternos? A los simples mortales como yo: nada.  Ni siquiera si hemos procreado.  Mi árbol genealógico luce absolutamente desplumado, y no es que no me haga cargo de su sombría actitud invernal, seguro soy totalmente responsable de su desplume y aparente decadencia.  Aunque creo fervientemente que aún hay vida dentro del tronco, que por fuera no se alcanza a ver, y seguramente generaciones venideras traerán hermosas copas y ramas superpobladas.

Debo hacer un alto. Mientras transcribía esto he recibido una llamada al teléfono fijo. Una de esas llamadas en donde preguntan por el Sr. Urquiza. Les dices que no, que está equivocado. Pero insisten en que llaman del Hospital Italiano, y que tienes un familiar – ¿nuevo tal vez?- internado, desorientado, ¿con pérdida de memoria?-. A mal puerto vinieron a amarrar.

Como era de esperar, una vez sentada frente a mi máquina de escribir,  ha venido gente. Y me han interrumpido haciendo nacer en mí una pequeña dosis de malhumor, la cual me encargué de controlar rápidamente.  Para colmo de males, me he encontrado con hormigas dispersas sobre el mostrador. Pareciera que éstas no vienen de ningún lado,  no caminan hipnotizadas haciendo un caminito por los zócalos. ¿Desde cuándo las hormigas andan tan desacatadas? Ni Dios sabe dónde tienen su asentamiento o colonia. Me dedico a sacarlas con un trapo húmedo y a rezar para que sus compañeras cambien de dirección.

Vuelven a llamar preguntando por el Sr. Urquiza. “Pues tío, que estás equivocao!!”

Una señora viene a pasear a la tienda. Evidentemente no tiene apuro.  En su casa no la espera nadie, comerá parada al lado de la mesada de la cocina sobre las doce, y sale por las mañanas a despuntar el vicio de la desocupación.

Mientras disperso las hormigas sin que se note, pretende que le dé un curso acelerado sobre la ingesta de algunos alimentos, reemplazos de leches y otras yerbas.  Tiene ganas de hablar, pero a diferencia de otros, quienes me brindan hermosas historias paganas, ella quiere información. Y hoy simplemente no tengo ganas de seguir con mi evangelización sobre alimentación saludable. Nadando en mi egoísmo acrecentado por mi mañana prematuramente solitaria, díscola y agria,  sólo pienso en contestar sin que se note mi apatía.

Dicen –los chinos o japoneses seguro-, que si no llevas una sonrisa puesta, no te pongas a trabajar detrás de un mostrador. Acertaron. Mi trabajo tampoco me hará eterna.

Volviendo a las raíces de mi árbol genealógico, recuerdo que cuando era chica, en una consulta con el psiquiatra que atendía a mi madre en su momento, me hicieron ese test en donde uno hace esos dibujos en los cuales se esconden algunos de los artilugios de nuestra personalidad. ¿A que no saben cómo dibujé el árbol?  Pues claro: invernal.

Me he enterado recientemente que mi madre sigue insistiendo en mi responsabilidad sobre sus males y su vida entera. Aparentemente las mujeres de la familia –gracias a mi persona-, tenemos tendencia a una enfermedad casi mortal –creo que la tuberculosis está en vías de ser erradicada del planeta-, y que ella aparentemente contrajo mientras yo nadaba – ¿placenteramente?- en su panza.

Las mujeres de esta familia debemos tener cuidado con varios males diabólicos que no sólo incluyen toser con sangre, sino también demencia senil, trastorno bipolar o cualquier otra enfermedad que pueda alterar nuestro aparente sano juicio. Sin contar con las probabilidades de que la maternidad plena sea una materia pendiente por los siglos de los siglos.  A estas alturas más que un asunto genético, creo que es totalmente karmático. ¡Pero por favor, que no recuerdo qué he hecho tan mal en anteriores vidas!

¿Ustedes creían que lo único que nos hace perdurables a los simples mortales es el amor? Pues supongamos que la locura también puede hacernos eternos si logramos que prospere de generación en generación. Y que el amor puede ser otra forma de locura.

La certeza de la eternidad del amor puro se la dejaré a los creyentes, devotos y religiosos. A los que les va bien esa cosa del paraíso y resurrecciones.

A mí déjenme con mi sarcasmo matutino y algún que otro sueño nocturno en donde ocasionalmente y gracias a mucho desvarío mental, me creo ésa de que para alguien de carne y hueso soy eterna.


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