Revista Literatura

El autoestopista y las prostitutas

Publicado el 23 febrero 2012 por Gonzaloalfarofernández @RompiendoV

Recuerdo que atravesaba campos de girasoles en Holanda, con el polillo dando bandazos y ensartando la lluvia en un ejercicio vertiginoso de esgrima. Llovía tanto que las olas surfeaban sobre el capó. Eran apenas las cinco de la tarde pero el cielo estaba más oscuro que el alma de un ministro. Un autoestopista braceaba contra la ventisca de tal modo que parecía entrenar para alguna regata. Tal era el diluvio que caía que deseé tener un arca en lugar de un coche. A mi paso, el autoestopista sacó el dedo y me apiadé de él. Al decirle que me dirigía hacia Amsterdam me miró asombrado, como si no cupiera en su cabeza un error de coordenadas. Después, muy efusivo –unos cuarenta y pico e inmensos e inexpresivos ojos azules que se le salían de las órbitas de puro pasmo- me indicó que iba en dirección contraria. Me había equivocado, para variar. De todos modos decidí llevarlo, por miedo de que naufragara. Total, nadie me esperaba en ninguna parte y ya me había dejado el asiento como un lago.
   El tipo, muy agradecido por el paseo, me invitó a entrar en su casa a tomar un trago. Con la esperanza, supongo, de que escampara un poco, que no le encontró los patines al coche y había sufrido, no sin cierta tensión, su ensayo de patinaje artístico. Después de trasegar un par de botellas y de despachar una especie de torreznos, se empecinó en acompañarme al día siguiente a la capital, donde me dijo que tenía una prima a la que hacía siglos que no veía. Como no me gusta hacerme de rogar, me quedé a dormir la mona tirado en el sillón, con uno de sus gatos haciéndome de bufanda y el otro limándome los pies durante toda la santa noche.
   Al día siguiente, a media tarde, estábamos en Amsterdam. El menda y yo.
  La prima nos recibió con una calurosa sonrisa detrás de una vitrina del barrio rojo. Una treintañera crecida de nostalgias, de ojos casi tan grandes como los del primo, pero mucho más soñadores. La esperamos dando vueltas para no espantarle a la clientela, observando, curiosos, los escaparates de estilos variopintos que mostraban una mercancía tan valiosa que no estaba a la venta. Al rato acudió la prima a nuestro encuentro, sacudiéndose la desgana de la tarde y un par de orgasmos fingidos, alborozada y feliz por el reencuentro. Un verdadero encanto la tipa. Mi amigo no tardó en darnos esquinazo, algo que ya preveía yo por las confidencias que se traía con ella, con una sonrisa golosa que descubría sus intenciones. El muy pillo tenía su moza en reserva. Lo cierto es que no me importó en absoluto. Me alegré por ambos, porque su verborrea me estaba poniendo la cabeza como un bombo. Y eso que no me enteraba de la misa la mitad. 
   El caso es que la prima me llevó a cenar a un garito de ambientación retro, muy acorde con su aspecto, y a la tercera copa me invitó a quedarme en su casa. Debe ser costumbre de familia, pensé, tanta hospitalidad.
   Si la tipa era un encanto, no le iban a la zaga sus compañeras de piso –que también lo eran de oficio-. Era imposible determinar cuál reunía, en grado más perfecto, las virtudes que las coronaban. Una era licenciada en filosofía, otra en historia y las otras dos suplían la instrucción con un garbo en el contoneo poético y misterioso. Imagínenme pues, a mí, que tengo más carencia afectiva que un león de circo, en aquel paraíso de angelicales criaturas volcadas conmigo como con su nueva mascota; yo, un escritor maldito que vagabundea por la vieja Europa en busca de alicientes que le encasquillen el gatillo, desgastándose a caricias y a arrumacos, saltando de lecho en lecho, entre besos y versos, buscando la postura más cómoda para el cuerpo y el alma.
   Comíamos casi siempre los cinco juntos y acabábamos los postres enroscados en juegos picantes. Se turnaban para enseñarme la ciudad, sus museos, sus sitios más recónditos y encantadores, sus coffee-shop, sus galerías transgresoras; caminábamos abrazados, filosofando bajo los soportales, intimando, soñando en los rizos del agua de los canales una vida heroica, amarrado a ellas como al finisterre, encaprichado a más no poder. Algunas tardes, para protegernos de la tormenta, nos refugiábamos en un café de ambiente bohemio donde la clientela las trataba con la mayor deferencia, desviviéndose por invitarlas y sazonar el ocio con sus incisivas reflexiones, reunidos en torno a una mesa donde no cabían ni hipocresías ni prejuicios.
   Gocé el paraíso durante tres semanas que se me pasaron como un par de hermosas veladas. Puede parecer poco, pero es mucho más de lo que el común de los mortales gozará jamás. Querían que me quedara, querían arreglarme un cuarto y comprarme un escritorio, querían cuidarme, mimarme, resarcirme de todo lo que la vida me negó. Pero malditos sean mis celos, que era imaginarlas detrás de las vitrinas mostrando sus encantos y se me encendía la sangre. Hubiera matado uno por uno y con alevosía a todos sus clientes.
   Las quería de verdad. A las cuatro. Les propuse que colgaran la lencería fina y los látigos en el perchero y se vinieran conmigo, que algún día me sonreiría la suerte. Podíamos engancharle un remolque al polillo y llegar al fin del mundo, aunque fuera empujando. Después ya me las apañaría para construir el más inexpugnable de los castillos, poniendo un ejemplar del Quijote de por medio entre nosotros y la especie humana.
   La noche que lo insinué se me echaron las cuatro en los brazos, cubriéndome de emocionados besos, pudiendo yo entonces descifrar en su ternura, sin ellas pretenderlo, sentenciado mi destino. Porque es cierto que hay quien nace con estrella y quien nace estrellado, y lo mío no tiene cura, mi destino es deambular por el abismo.
   Mi pobreza y mi temperamento me obligaron al fin a despedirme, previniéndome de sufrir como un descosido el embate de los celos.
   Abrazados con tristeza, me aspiraban el alma en cada suspiro. Sus sollozos canalizaban en mi pecho un profundo dolor, abriéndome regueros tan hondos como poemarios de ultratumba. Y así, confuso y mareado por la emoción, la prima del autoestopista aprovechó el momento para entregarme un paquete con embalaje de regalo, haciéndome jurar que no lo abriría hasta salir del país. Si no fuera porque tenían la bondad en las pupilas, lo hubiera abierto apenas las hubiera perdido de vista, temiendo que me hubieran colocado unos gramos para continuar el juego de arrumacos, de forma clandestina, en chirona, el único castillo al que mi aciago hado parece haberme hecho acreedor.
   Apenas crucé la frontera, me detuve y desembalé aquello. Estuve cavilando durante todo el trayecto qué podría ser, barajando varias posibilidades. Pensé que bien podría tratarse de un libro. Pero no uno cualquiera, sino uno mío. Lo podían haber comprado para demostrarme que a ellas sí les interesaba lo que escribo, con el valor añadido de que no entendían ni papa de español. Habría sido, sin duda, un gesto conmovedor. También se me ocurrió que pudiera ser una colección escogida de su ropa íntima para que me sirviera de almohada en mis sufridos insomnios. Otro gesto, sin duda, no menos emotivo. Pero no, habían hecho una colecta. Las benditas. Era dinero lo que me daban para contribuir a mi carrera literaria. Con esto te alcanza para dos o tres meses de literatura, me escribieron en una nota. Porque me habían cogido mucho cariño, añadían. Como si faltase decirlo y acaso no hubiera sido recíproco.
   Durante una semana conduje como un autómata, sin saber dónde estaba ni importarme lo más mínimo; jornadas maratonianas de catorce y quince horas al volante, incapaz de organizar mis ideas o de poner orden en mis sentimientos, de tomar una resolución, de escribir una línea. No quería detenerme ni ir a ningún sitio, necesitaba movimiento, sólo eso, no quería ver a nadie, no podía ver a nadie, no soportaba ninguna compañía, comía y dormía en el coche, siempre en mitad de la nada, en paisajes desolados donde nadie pudiera estorbarme. Si hubiera hallado la entrada del infierno la hubiera embocado sin pestañear, habría puesto el punto muerto y me habría echado a dormir. A cada minuto me acometía la terrible tentación de pegar un volantazo y regresar junto a mis musas. A la mierda los celos, me decía, a la mierda todo, ellas y yo sin salir del piso, de la cama, en una semana, en un mes, en un año, toda la vida hasta morirnos abrazados de tal modo que ni el forense pudiera después separarnos. Las imaginaba despachando a clientes pelmas, paseando en bicicleta, discutiendo en el café bohemio y sentía ganas de esclafarme contra un muro. Si a mí me hubieran ido bien las cosas, me repetía sin cesar, maldita sea mi suerte, hasta podríamos haber sido felices. Me recorrí la República checa y Eslovaquia de cabo a rabo; Praga y Bratislava las pateé como un demente, sin detenerme a coger aliento, con la cabeza batiéndome las ideas como una moulinex.
   Andaba con la sangre horneada, y para no salir loco y descargar adrenalina me dio por maldecir el esperpéntico y cainita país que para mi desgracia me vio nacer. Mentaba sin cesar a los muertos de la canalla política que, por a saber qué sucios intereses, se niega a regular de una vez por todas la prostitución, condenando a quienes la ejercen a ser presa fácil de la trata de blancas, del abuso, las vejaciones, la ira criminal de cualquier desalmado, el maltrato sistemático y la discriminación social. Era imaginar la suerte que habrían corrido mis benditas de haber ejercido su oficio en estos lares y sentía unas ganas terribles de asaltar el Parlamento y ahostiarlos a todos, empezando desde la última bancada hasta la primera, repartiendo candela a diestro y siniestro; me revolvía el estómago pensar en el desprecio que han de soportar por parte de esas mujeres altivas y arrogantes, absolutamente degeneradas, vendidas a la billetera más abultada, casadas por dinero. Porque mis benditas, después de ducharse, se quedan nuevas, pero ésas, viciadas por la estupidez, ni con piedra pómez podrían purificarse, de negra y podrida que tienen el alma; lamentaba también la imbecilidad de las feministas cuando apelan, al referirse a ellas, a la dignidad de las mujeres, como si la suya fuera una profesión indigna, que ningún daño hacen y muchos males alivian. Siempre el rechazo a lo que la moral hipócrita señala con el dedo y siempre la permisividad comprada con billetes, como si no se supiera que los trabajos indignos son otros; y me acordaba también de esas presentadoras que con tanto ardor denuncian las actitudes sexistas pero que han conseguido su puesto por la sola razón de su lozanía, arrebatándoselo a tantas otras con muchas más tablas y preparación que ellas.
   Cuanto más pensaba en todas estas cosas más me repugnaba todo. Allá donde apuntaba sólo veía falsedad y cinismo. Siempre queriendo dar lecciones de ética los más despreciables. Se me venían revueltas a la cabeza las mil modalidades de la hipocresía social y no sentía sino ganas de matar a alguien. Me enzarcé en unas cuantas peleas con la esperanza de un navajazo bien asestado que me librara al fin del sufrimiento, pero por esas tierras resuelven las malquerencias a puñetazos.
   Así hasta que un día, con las costillas molidas y un par de muelas astilladas, deambulando por el barrio marginal de una ciudad francesa me topé con un ángel caído. Era cuarentona, con un ojo a la virulé y el otro, indolente, escurrido como una lágrima. La quise llevar a un buen restaurante, sin que la pobre entendiera nada, pensando que era un psicópata. Al final nos tuvimos que conformar con una taberna. Se pidió una ración de no sé qué y una coca cola. Después la llevé a un buen hotel, previa amenaza de partirle la jeta al botones que la miraba con verdadera aprensión. Subí con ella, le di dinero para el desayuno, me despedí, pagué y me largué. Y así hice a partir de ese momento cada noche, en cada lugar que me detenía buscaba el barrio de las prostitutas, escogía a la más desangelada, me la llevaba a cenar, le pagaba un buen hotel y la dejaba descansar. Alguna insistió en agradecérmelo como mejor sabía, pero yo no podía, tenía en mente a mis benditas y a ninguna otra quería. Lo más que acepté fue dormir en el suelo alguna que otra noche, más que nada por aliviarme la espalda, que el polillo no da masajes.
   Si les soy sincero, todavía no sé al día de hoy por qué me dio por ahí, en lugar de alquilarme un cuchitril y escribir una temporada. Fue como si algo dentro de mí me exigiera equilibrar de alguna manera la balanza que esta maldita sociedad tiene tan escorada, como si ese algo me impeliera a continuar la cadena de la solidaridad con aquellas que tuvieron menos suerte que mis benditas y que a su vez cada noche satisfacen a criaturas a las que ningún otro ser humano consuela. A saber…
   Que sean felices…

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