Revista Talentos

El cosechador de naranjas

Publicado el 05 julio 2016 por Perropuka
El cosechador de naranjas

Todavía me duele, cuando presiono, el rasguño en el dorso de la mano izquierda. El clima seco más el frio han agrietado el hilo de herida-cinco centímetros- que recuerda un sable curvo. Nada de qué preocuparse, sólo un incordio superficial. Andaba yo encaramado a una silla, con los pies en puntillas, jalando una rama cuando sentí el pinchazo al soltarla. El plan era usar una escalera para apoyar contra el árbol pero la copa era tan alta y a la vez ligera que no había manera de sostenerse. Por debajo tampoco se podía acceder por el ramaje enmarañado y salpicado de espinos que impedían trepar el tronco. Sólo quedó recurrir a la necesaria treta de utilizar un palo con gancho para alcanzar los frutos. El problema era que inevitablemente algunos se iban a estampar contra el piso. Las naranjas se caían de maduras, literalmente. Me dio coraje ver en el suelo al menos una veintena pudriéndose. Algunas habían sido carcomidas por los pájaros que se habrán dado un festín. Recordaba el naranjo enano en la casa de mis tíos vecina al estadio cochabambino. Parecía un arbolito de adorno y nada más. Años después había crecido hasta sobrepasar el balcón del segundo piso. Estos días llegué a la última cosecha -es un decir- porque ya no quedaba ningún fruto verde. A simple vista calculé que habría menos de una centena, de un naranja tan encendido que daba ganas de hacerse un jugo al pie del árbol. A que los pájaros y la gravedad continuasen saliéndose con la suya me puse manos a la obra.Porque para los moradores de la casa, el naranjo como si no existiera. Pillé ahí en la cocina una botella recién abierta de “néctar de naranja” envasado en plástico para mayor oprobio. El extractor de jugos yacía guardado en un estante, a fe mía que sin utilizar mucho ha. Juraría que mis sobrinos universitarios no se harían un zumo ni con naranjas en la mesa. Entre recogerlas y bañarme la cabeza con virutillas me llevó poco más de una hora. Las lavé primorosamente en la lavandería del patio: cómo brillaban a la luz del sol las condenadas. Agarré un cuchillo e hice los honores. El mundo giró en mis manos en ese instante. La mondé tal cual una papa y le hice el corte arriba como si se quitara una tapa. Apreté su suave piel blanca mientras mi boca succionaba con delicia. Un torrente de dulzura resbaló por mi garganta. Tan suculenta sabía que devoré hasta la pulpa y las sobras de la fibra como solía hacer de niño. Bien recuerdo que hace décadas se plantaban naranjos en la ciudad como simple ornamento. Por causas del cambio climático u otras razones, hoy tenemos hasta guayabas perfumando las noches vallunas.

Dejé un par de docenas en la alacena de los sobrinos, exhortándoles a que las consuman. El resto me las traje para casa para que cada día me acompañen el almuerzo a manera de postre. No merecen que les saque el jugo en el desayuno, de manera vulgar como a las chapareñas, por agrias. A ellas hay que disfrutarlas peladas o gajo a gajo como en los viejos tiempos. Y a guardar su cáscara, después de secarla al sol, para sazonar un api purpurado que degustaremos un día de estos. Cuando llegue el auténtico frio, aguardando la resaca de uno de esos surazos patagónicos. Ya verán… el api, digo.
----------------------PS.- Mientras tanto, a solazarse con este cantito coral. O en su versión más tradicional .

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