Revista Literatura

El cuento de navidad de los cuatro autobuses, el delantal amarillo y los bombones de licor

Publicado el 12 diciembre 2010 por Jimalegrias
EL CUENTO DE NAVIDAD DE LOS CUATRO AUTOBUSES, EL DELANTAL AMARILLO Y LOS BOMBONES DE LICOR
Es diciembre y ella tiene unos ochenta y tres... ochenta y cinco años.
La señora apenas se puede mover. Su movilidad es tan reducida que tengo que ayudarla a subir al coche para dirigirnos al ayuntamiento a gestionar los papeles para el entierro de su difunto marido.
Inicia ella la conversación. Yo es que en estos asuntos y situaciones soy muy recatado, y solamente hablo si la persona así lo desea. Prefiero pecar por mínimos que por máximos. Por omisión más que por hartazgo. Odio molestar. Y también me gusta pensar que soy gente que sabe intuir con cierta exactitud la necesidad de silencios o de conversación en los demás.
Pocas cosas más irritantes que aguantar charlas inoportunas y cargantes cuando lo único que deseas es arroparte dentro de un confortable silencio.
Pues bien, como decía, ella inicia la conversación. Por lo qué dice y cómo lo dice me deja entrever con claridad que es una mujer culta, educada, muy lúcida. En un momento de la conversación me cuenta lo de su marido, que justo acaba de fallecer el día anterior.
Su marido llevaba más de cuatro años internado en un clínica de la zona de Oleiros. Padecía demencia senil y alzheimer. Se había olvidado de quién era él, del rostro de su mujer, no recordaba ni un mísero momento de toda su vida. Incluso se había olvidado de tragar la comida, así que lo estaban alimentando por vía intravenosa. Entonces me comenta, sin ningún tipo de presunción, muy humildemente, que ella, durante los últimos años, iba los 365 días del año a visitar a su marido, a hacerle compañía a la clínica.
La anciana vive en Monte Alto. Hasta ayer mismo, era desde allí desde donde se subía todas las tardes después de comer a un autobús urbano que la llevaba a la Estación de autobuses para coger allí otro autobús comarcal que la dejase cerca de la clínica de Oleiros. Ese autobús la dejaba a unos 500 metros de la entrada de la clínica, así que ella- a la que tengo que ayudar para salir del automóvil, pues ya llegamos al negociado del ayuntamiento- recorría sola y a pie todo ese trayecto, ida y vuelta, 1000 metros diarios, 1 kilómetro, con mucho esfuerzo, por el arcén, pegada a la carretera.
Me cuenta que en la clínica se pasa dos horas diarias pegada a la cama de su marido, hablándole, rumiándole sus cosas, su día a día, sus recuerdos juntos, los buenos y malos momentos que han tenido que pasar en la larga carrera de una vida juntos... le lleva viejas fotografías y se las comenta, le lee revistas, le dice que se le ha muerto una planta o se ha comprado un delantal nuevo, muy bonito, con flores amarillas y verdes.
Mientras él mira al techo con los ojos abiertos, como un muñeco roto sin apenas más señales de vida que el fatigoso subir y bajar de un pecho, ella le coge la mano y le habla, le mece, le tranquiliza en esa medida, tan limitada, de lo que se puede consolar a alguien que apenas se acuerda ya de respirar.
Al cabo de las dos horas de rigor esta pequeña anciana vuelve a la carretera a recorrer fatigosamente los 500 metros que la separan de la parada del autobús comarcal. Toma el vehículo que la deja en la Estación de Autobuses otra vez y vuelta a coger otro bus urbano para que la suelte cerca de su casa, en Monte Alto.
Y así cada tarde. 365 tardes al año. Me dice que nunca falta. Ni en Navidad ni en Año Nuevo. Y que cada Navidad le lleva un regalo. Cosas que a él le gustaban antes de que se pusiese enfermo, como bombones de chocolate con licor dentro, discos de rancheras y también libros de intriga y misterio, cosas que guarda ordenadamente -siempre después de su particular ritual de entrega al marido con regalo y beso en la frente- en un apartado del armario de la habitación de la clínica, ya que es más que evidente que él nunca los va a poder usar.
Mientras regresamos del ayuntamiento, en la radio del coche, una voz de un locutor matutino habla del sólido amor que ha surgido entre un portero de fútbol y una presentadora de televisión, amor del que ambos disfrutan entre grabaciones y grandilocuentes declaraciones públicas, coches deportivos, cenas a la luz de la luna en lujosos restaurantes y vacaciones en no sé qué playas de qué país exótico.
Y yo entonces es cuando me sonrío por dentro pensando: ¿qué sabrán ellos lo qué es o no el amor... verdad, mi querida anciana?
Quizás cuando alguno de ellos tenga que coger 4 autobuses diarios y caminar con dificultad 1000 metros al lado de una carretera para llevarle bombones de licor a alguien que ya ni te reconoce... quizás entonces puedan comenzar a hablar, a decirnos algo, a conseguir que usted o yo nos sentemos a escucharlos, ¿verdad?. No antes.
Pero no le digo nada de lo que pienso. Por lo menos no en voz alta. Ya sabéis que yo sólo hablo cuando intuyo esa necesidad, así que la ayudo de nuevo a bajarse del coche y me despido de ella, posiblemente para siempre.
CONCLUSIÓN: ¿Qué es un cuento de navidad sin regalos? ¿Algo muy poco navideño, verdad?
Pues en este cuento real él tiene sus bombones de licor, ella su merecido descanso y quizás última tregua y yo la sensación de haber resuelto fácilmente gracias a ambos una de las ecuaciones de la vida más complejas que existen, con lo que la cosa quedaría, más o menos, así:
365 días+4 autobuses diarios+1000 metros de arcén+una caja de bombones de licor+unas palabras y unas caricias desprendidas y generosas en mitad de la tarde= AMOR.
Faltarían los renos, los tres reyes magos y sus tres camellos, algún espíritu de las navidades presentes y pasadas... pero lo cierto es que no sé dónde ponerlos en esta especie de cuento de navidad con autobuses, bombones de licor y delantales amarillos.
Lo único que sé es que fue en diciembre y que mereció la pena.
Saludos blancos de Jim.

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