Revista Literatura

El eslabón más débil

Publicado el 12 septiembre 2017 por Netomancia @netomancia
La mirada de Andrés era siempre dispersa y no solo por el problema de estrabismo que lo afectaba desde pequeño. Se distraía, perdía la atención en lo que estaba haciendo y generaba el enojo de manera continua de su primo, varios años más grande que él, al que todos en el barrio conocían como el “Lungo”.
Andrés también carecía de carácter y decisión propia. Huérfano, su infancia y adolescencia había quedado en manos del hermano de su madre. Su primo, un flaco desgarbado y mal hablado, que no solía bañarse por días, había sido una especie de hermano mayor, aunque no precisamente un ejemplo a seguir. El hecho que lo llamara “bizcocho” ya era motivo suficiente para que Andrés lo odiara.
Pero se había acostumbrado a pasar las horas junto a él, que eran mejor a pasarlas solo en la reducida habitación que tenía en el departamento de sus tíos. Los amigos de su primo tampoco eran de su agrado. De cada diez palabras que pronunciaban, nueve eran insultos. Cuando todos se juntaban, a diferencia de otros chicos, no iban a la plaza a jugar al fútbol, sino que salían a “buscar víctimas” para sus pesadas bromas.
Tenían un amplio repertorio. El que más le divertía era la broma del billete al que le ataban una tanza muy fina, casi imperceptible a la vista, que dejaban en la vereda y cuando un desprevenido transeúnte trataba de recogerlo, ellos tiraban de la tanza sacando del alcance el billete y en muchos casos, haciendo caer de la sorpresa a la “víctima”.
También jugaban al ring raje, a tirarle petardos a los pies a las personas escondidos detrás de tapiales, o se entretenían robando frutas de los cajones a las verdulerías del barrio.
Andrés era el blanco de las cargadas. Esa era la peor parte (si acaso, acompañarlo en todas las demás travesuras resultara poco motivo de disgusto). Su anhelo era hacerse respetar, pero jamás lo había logrado. Por esa razón, la tarde que vio cómo la señora Dennis (una ricachona jubilada, que pasaba sus tardes jugando al bridge en el club) dejaba olvidada abierta la puerta de calle al tomar un taxi delante de su casa, creyó tocar el cielo con las manos.
Al llegar al punto de encuentro rutinario, que era en el bicicletero frente a la sala de videojuegos, no esperó ni treinta segundos para sorprender a todos y abrir la boca. Más de uno se vio sorprendido de escucharlo hablar. Su primo estuvo a punto de hacerlo callar, pensando que diría alguna estupidez, pero la revelación que dio a conocer dejó a todos con los ojos bien abiertos.
Bien sabido era que la “vieja” Dennis (así la llamaban en el barrio, tanto los chicos como los vecinos) tenía mucho dinero y según contaban la malas lenguas, lo guardaba distribuido en distintos lugares de la casa. ¡Aquello vislumbraba como una verdadera caza del tesoro!
Por fin Andrés sentía que era parte del grupo y que el premio por el dato que había dado sería nada menos que el respeto y un mejor trato de ahí en más. Pero ni bien llegaron a la puerta y efectivamente la vieron apenas entornada, su primo y los demás chicos le prohibieron el paso, asignándole la más aburrida de las tareas: hacer de “campana”.
Allí permaneció durante casi una hora, haciendo pasar por un interesado en la vida de los pájaros que iban y venían en el jacarandá que la vieja Dennis tenía en la vereda. Tardó en darse cuenta que los chicos ya no estaban dentro de la vivienda. Habían escapado por una ventana del patio y saltado un par de cercos para alejarse del lugar.
Cuando Andrés los encontró, su primo y los amigos se jactaban de lo inteligentes que eran, de cómo habían encontrado un par de puñados de billetes y un teléfono celular y que habían sido unos genios invirtiendo lo robado en helados, petardos y un par de revistas para adultos. Al verlo, se rieron de él. Les divertía saber que mientras ellos escapaban y gastaban todo el dinero, él había permanecido como un tonto delante de la puerta de la vieja Dennis.
Estaba repleto de rabia, aguantando las ganas de llorar pero en lugar de marcharse, preguntó qué harían con el celular. Su primo lo contempló unos segundos y dijo que sería buena idea venderlo. Andrés se lo pidió para verlo y aunque dudando, su primo se lo alcanzó. Sin que nadie se diera cuenta, bajó el volumen y marcó el 911. Luego, se lo devolvió a su primo que sin prestarle atención, lo guardó en el bolsillo de la campera.
Los amigos volvieron a narrar, casi a los gritos, lo que habían hecho, como si aquello fuera el hecho más significativo de sus vidas. Andrés no dudó en irse caminando lentamente. Si su plan no fallaba, la operadora del 911 escucharía todo lo que el grupo de imbéciles estaría confesando sin saberlo.
A las dos cuadras escuchó las primeras sirenas policiales. Al pasar delante de la casa de la vieja Dennis, la señora llamaba a los gritos a sus vecinos, dando la voz de alerta de que le habían robado. Andrés sonreía. No veía la hora que el “Lungo” y sus amigos se dieran cuenta quién había sido más inteligentes que ellos.

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