Revista Literatura

El jorobado de Notre Dame.

Publicado el 24 enero 2011 por B
Los macarrones se le estaban quedando fríos. Los miraba, los pinchaba, diseccionaba con el tenedor los minúsculos trocitos de cebolla del sofrito, los dejaba caer y escuchaba el "chof" que hacían al estrellarse contra el plato. Llevaba así más de cinco minutos y sólo de pensar de metérselos en la boca le estaban dando arcadas. Joder, ¡la mantequilla es para los bizcochos y las tostadas, no para la pasta! Además, esos macarrones eran demasiado gordos, demasiado blandos. Ahí, en el plato, entre la mantequilla y la nata, parecían gusanos blancuzcos ahogándose en un tazón de leche. Y él odiaba la leche, la nata, la crema y esa maldita ciudad. Tan fría, tan grande, tan estirada. Igualita que los putos macarrones de la abuela. Suspiró, volvió a pinchar, cerró los ojos y se metió un macarrón en la boca. Lo tragó directamente intentando ignorar el escalofrío que le erizaba los pelos de la nuca. Trago de agua, trozo de pan a la boca, y volver a deslizar macarrones por la garganta. Con un poquito de suerte igual se ahogaba y no tendría que volver a oír ese idioma de pijos superficiales con sus cedillas, sus acentos circunflejos y sus demostrativos. Tanta cuna de la revolución, mucho guillotinar reyes y curas y ni siquiera tenían una maldita palabra para decir perchero. Porte-manteau. Con cuidadito de no pronuciar la a y la u final y poniendo boquita de piñón. Cretinos. Se metió la última ganchada en la boca, empujó con un trozo de pan y tragó haciendo aspavientos.- ¿Estaban buenos, chèri?- preguntó la abuela cuando entró en la cocina a dejar el plato.- Riquísimos mémé.- ¡Ay, cómo me alegro! Fue el primer plato francés que aprendí a cocinar. Me enseñó la madre de tu padre, aunque ella opinaba que les ponía poca mantequilla.- No lo sabía...-Pues mira, está la perola llena, así que a la noche, cuando vengas, repite todo lo que quieras - y le dejó con la palabra en la boca, como siempre, mientras se iba al salón canturreando.Resopló por lo bajo mientras se ponía la chupa. Podía tirarlos por la ventana. O dárselos al gato (en esa maldita ciudad todo el mundo tenía gato), a ver si reventaba. También podía echarles tomate, queso de fundir y meterlos al horno, por si con un poco de suerte mutaban los gusanos. Aunque sabía que no le iba a quedar más remedio que comérselos, porque mémé no tenía la culpa de que allí se cocinara con mantequilla, de que él odiara la leche, la nata, los caracoles, los macarrones grandes que parecían gusanos y Notre Dame.Bajó las escaleras de dos en dos, pensando en el croissant recién hecho que se iba a comer, cuando nada más salir del portal se dio cuenta de que, para variar, llovía. Se cruzó la chupa, se refugió bajo los porches y se fue caminando enfurruñado. Los macarrones de mémé tenían un pase. París... A París que le fueran dando.

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