Revista Literatura

El Mádison

Publicado el 20 octubre 2011 por Gasolinero

Seguramente, fiel lector, tú también conoces a gente que habla sólo por escuchar el sonido de sus propias palabras. Cuidate de ellos cómo de los idus de marzo. Su fatuidad e inconsciencia son la ruina de la especie humana: más peligrosos que un meteorito en Times Square y con más víctimas a sus espaldas que Little Boy.

La personalidad se va formando, creo yo, con los acontecimientos vividos; las alegrías y las tragedias van forjando el carácter sobre el yunque de la vida, generalmente a golpes secos y musicales cómo los de una fragua.

Tuve un tío herrero (observa lo bien traído que está este asunto, gentil lector) que sabia mucho de golpes, incluso de los que da la vida. Era forastero. Ya sé que eso dice poco a su favor, pero era buena persona a pesar de ello. Se casó con una tía mía que no quería a ningún viñero por esposo. Era muy guapa, según cuentan, y muy hábil bordadora; tanto a mano cómo a máquina. Hizo un anuncio para el cine de las máquinas de coser Refrey, un spot de aquellos que iban entre el NODO y la película, con alegres y pizpiretas modistillas moviendo el pedal de la máquina a ritmo de Mádison. Aquel acontecimiento fue muy celebrado y durante mucho tiempo por la familia y le valió pasar a ser la lista de la casa. Al tío herrero le llamábamos por el hipocorístico. A la tía también, ahora que caigo.

Se fueron a vivir al pueblo del que era oriundo el marido, tenía una fragua en comandita con sus hermanos. Algunos domingos íbamos a verlos. Por entonces tenían dos hijos de la misma edad que nosotros que también éramos dos, por entonces. Contraviniendo el adagio, recuerdo que todo lo tenían de hierro en aquella casa. Una vez, en vendimia, nos fuimos todos a pasar un día al campo, a «Los Romeros», cuando se apeo mi primo del auto se quedó observando la viña y le dijo a su madre:

—Mira mamá, tiestos con uvas.

Tras una serie de vicisitudes que les llevaron a dejar su pueblo y la fragua y estar unos años en Mallorca, acabaron en el nuestro, en una casa que compró para ellos mi abuelo, justo al lado de la suya. La del «Remendao», otro forastero —tripudo, en este caso— hermano de un cuñado de mi abuela que vivía solo y que se echó la corbata (así lo decía mi abuelo, agarrándose la nuez con la mano) ya que se hartó de vivir. Era una casa vieja, con paredes de adobe, medio hundida y con una higuera altísima en el patio en dónde nos imaginábamos al «Remendao» colgando de una rama como Judas.

Allí iba a poner mi tío una fragua y empezar una nueva vida, pero era necesario que antes fuese a su pueblo a sacar del taller fraterno la parte de herramientas y máquinas que le correspondía. Hubieron de irse con él sus cuñados armados con astiles de azada en el 1500 familiar para resolver las diferencias antes de que llegase el camión a por los trastos.

Recuerdo un fuelle enorme que se accionada con una cadena de la que se tiraba hacia abajo y que soplaba a una llama naranja y viva que subía por entre los trozos de carbón. El ruido de los hierros cuando los metía en el agua para enfriarlos. Las manos negras de mi tío. Los golpes sobre el yunque y como tras darle a la pieza con el martillo, dejaba que rebotase en el yunque, sonando agradablemente. El martillo pilón, que menudos trastazos daba. Y sobre todo, las blasfemias. Las blasfemias mas soeces, sonoras, terribles, largas y escandalosas que he oído en mi vida eran las que lanzaba mi tío cuando se daba un golpe con el martillo.

P. S.

Tripudos son los habitantes de Argamasilla de Alba, provincia de Ciudad Real y cuna del Quijote.

 

www.youtube.com/watch?v=OZBdKVjtDRM

 


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