Revista Literatura

El maestro de Petersburgo, de J. M. Coetzee

Publicado el 21 febrero 2012 por Flenning

Una delgada melancolía envuelve las almas que habitan esta historia; una ausencia huesuda e inexorable.

«… En cuanto a la vida que haya al otro lado de la muerte, no tiene ninguna fe. Cuenta con pasar la eternidad a la orilla de un río, con ejércitos de otras almas muertas, es¬perando una barcaza que nunca ha de llegar. El aire será frío y húmedo, las negras aguas del río lamerán la orilla, la ropa que lleve se le pudrirá sobre los hombros y le cae¬rá en andrajos a los pies, nunca volverá a ver a su hijo […]».

Pavel ha muerto y, como una hilacha de humo, su alma desaparece, poco a poco, en el pasado más impenetrable: el olvido. Su padrastro intenta guiar el alma de Pavel hasta la otra orilla. ¿Será capaz?

Si fuese su padre, al menos podría reconocerse en algún gesto o en el empecinamiento, y recordarlo; si fuese su verdadero padre, podría citar la triste implicación encerrada en talis pater qualis filius, de tal padre tal hijo, y perdonarlo; si tuviese sus zapatos, podría caminar con él a través de las ideologías, y comprenderlo..., pero no es su padre, ni es el barquero Caronte, ni tiene zapatos, ni tiene ideologías. Ni siquiera es valiente. Lo único que tiene el padrastro de Pavel es una pluma, una hoja en blanco, una herrumbrosa lealtad, muchas deudas de juego, una plegaria y un pasaporte falso.

¿A quién recurrir? ¿Por quién apostar no hay palabra más grandiosa que se atreva a usar aquí? La decisión es ambigua, porque todo es un juego de a dos con la muerte, un juego mortífero y lleno de misterio: Padre-Padrastro; Padre-Hijo; Padrastro-Hijo; Madre-Hija; Hijo-Hija; Crimen-Castigo; Esposa-Amante; Amor-Odio; Homicidio-Suicidio… Es fácil confundir las señales de peligro con las de socorro, en medio de tanta ambigüedad. Serguéi Gennádievich Necháyev podría haber sido el asesino de Pavel, pero era su mentor ideológico y podría haber sido, también, el único capaz de explicar las razones de su muerte; Anna Sergeyevna Kolenkina podría haber sido quien guiara la barca para ayudar a Pavel a cruzar el Hades; era su casera, pero se la veía tan dueña de sí misma y tan distante…; Matryosha, la hija de Anna Sergeyevna, la casera, podría haber sido la cómplice de Pavel, si acaso fue un suicidio, Pavel y ella estuvieron muy unidos. Si él ha dejado huella, tiene que haber sido en la niña, pero era una niña, y no habría forma de pedirle certezas ..


El maestro de Petersburgo, de J. M. Coetzee
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EL PASEO
«… —En el transbordador, cuando me llevó usted a ver la tumba de Pavel —dice—, las miré a Matryosha y a usted cuando estaban sujetas a la barandilla, mirando de frente la neblina. ¿Se acuerda que aquel día era espesa la neblina? Y me dije, entonces: “Ella lo devolverá. Ella es —respira hondo otra vez— una conductora de almas”. No es esa la palabra que se me ocurrió en el momento, pero ahora sé que es la palabra adecuada.
Ella lo contempla inexpresiva. Él le toma la mano en¬tre las suyas.
—Lo quiero de vuelta —dice—. Tiene usted que ayudar¬me. Quiero besarle en los labios.
A la vez que pronuncia cada palabra se da cuenta de lo enloquecidas que son todas ellas. Diríase que entra y sale de la locura como entra y sale una mosca por una venta¬na abierta.[…]»

Ahí están sus cosas, en esa habitación que aún nadie ocupa. Ya ve usted qué pocas cosas tenía Pavel. En la maleta está su ropa. Esa era su cama y ese era su escritorio; en él escribía su diario. La pequeña hornacina y la vela roja no las puso él.

¿Su ropa? ¿Sabe usted, lector, cuánto tiempo dura entre las ropas el olor del alma de una persona? ¿Y en la almohada? ¿Tendrá la almohada el olor de su pelo, de su cara, de sus lágrimas? Quizás no encuentre quién lo lleve hasta Pavel, para pedirle perdón y perdonarlo, pero tal vez el aroma de su ropa lo traiga a él.


«… Arrastra la silla junto a la ventana y se sienta a mirar a la calle. Cae la tarde y se ahonda la oscuridad. La calle está desierta. Pasa el tiempo; sus pensamientos se estancan. “Meditación, piensa, esa es la palabra”. Esa cabeza amodorrada, esos párpados que le pesan: es el plomo que se le asienta en el alma […]».

Esa delgada melancolía que envuelve las almas que habitan San Petersburgo…

¿Su diario? ¿Sabe usted, lector, cuánto tiempo dura el dolor del alma enredado entre las palabras de un diario? ¿Y entre las hojas en blanco? ¿Y en los serifes y epígrafes? Quizás no encuentre quién lo lleve hasta Pavel, y quizás no consiga que Pavel vuelva a él, pero quizás, con la escritura, comprenda y haga comprender a Pavel que «… No escribimos gracias a la plenitud, quiere decirle; escribimos gracias a la angustia, a la carencia. ¡No cabe duda: en el fondo de tu corazón tienes que saberlo! […]».


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