Revista Diario

El mirón

Publicado el 14 marzo 2011 por Julio
El mirón
Al despertar mira el calendario, quiere cerciorarse de la fecha en la que vive, verificar que no ha sido un sueño recordar que hoy hace dos años que vive en ese pequeño y destartalado piso de Lavapiés. En un principio iba a ser provisional, como ha sido todo en su vida. Sus padres murieron en un accidente de coche y lo dejaron con una gran fortuna y un gran vacío cuando solo tenía doce años. Provisional también fueron los cuidados de su abuela,  estricta, una dictadora de la vieja escuela,  que piensa que todo con sangre entra mejor. Unos estudios de filología hispánica que aunque acabados no le dejaron ninguna satisfacción personal, no se sintió realizado. Una vida sentimental turbia, paso de las prostitutas de la calle a buscar mujeres que se sometieran a sus perversiones, hasta que irónicamente encontró a la más parecida al carácter de su abuela, se  casó y formó una pequeña familia con una hija a la que no veía desde hace doce años, el mismo periodo de tiempo que duraba su divorcio. Una vida avanzada, rota, deshecha,  y aún sentía que era provisional, que en algún momento despertaría en la oscuridad a la espera de un nuevo renacer, una nueva oportunidad para hacer las cosas como debería haberlas hecho. Todo esto es la razón por la que se fue a vivir a este barrio, quería comenzar a sentir que estaba vivo, que era protagonista de su vida, quería vivir tocando, dejar de mirar, porque así se siente, un mirón que se oculta tras las sombras a ver la vida de los demás pasar.  Pero para ser sinceros, aunque él no lo hace consigo mismo, el mirar además de ser el verbo que describe su vida, es el verbo que le da la vida.Siempre fue un mirón,  un observador, necesitaba alimentar su vista llenándose de imágenes prohibidas, robadas. No solo era un mirón sexual, que lo era, sino era un mirón completamente morboso, en la muerte de sus padres fue cuando realmente se dio cuenta. Cuando los demás no podían mirar los cadáveres descompuestos de sus padres, él se quedo de pie parado frente a ellos, impertérrito, sin mover un músculo y con los ojos bien abiertos viendo la masacre que la fortuna había hecho con su familia. No pudo dejar de mirar, algo en su interior no le dejaba girar la cabeza y estuvo varios minutos sin apartar la vista mientras su tía y los policías intentaban hacerlo reaccionar creyendo que había entrado en estado de shock, más lejos de la verdad, disfrutó con esa imagen, mirar los cuerpos de sus padres sin que ellos o los demás sospecharan que lo que de verdad sentía era un extraño placer. Ahí es cuando se dio cuenta de su extraña necesidad, necesitaba observar para alimentar su vida. Era una especie de monstruo que no hacía daño a nadie, pero sabía que no podría tener una relación convencional con nadie, eso es lo que pasó con su exmujer, lo descubrió un día mirando a su hija, fijamente mientras estudiaba tumbada en el sofá del salón, ella notó algo raro en su forma de mirar y le comenzó a hacer preguntas por su extraña forma de quedarse completamente aislado del mundo cuando ponía la vista fija en algo. Lo que descubrió no le gustó, él no quiso esconderse y le contó toda la verdad con pelos y señales, también le aclaró que a su hija jamás se lo hizo, que lo que ella habría visto era admiración y amor por ella. No le creyó y dos meses más tarde salía de esa casa con la maleta en la mano y las lágrimas de su hija apuñalándole el corazón. Cruzar aquella puerta no le había hecho ningún bien, había caído en un abismo más hondo, más escarpado, lo que era una simple manía, por así decirlo, se convirtió en una filia en toda regla, buscaba en las ventanas por la noche, en los lavabos de bares, de discotecas algo que expiar, algo que mirar, se volvió un ser humano enfermizo. Su único objetivo diario era encontrar esa mirilla que hiciera que olvidase el resto del mundo, que le abriera la puerta a otro mundo, el suyo.Por eso Madrid, por eso Lavapiés, un barrio muy poblado, por eso ese apartamento destartalado, tenía unas ventanas donde divisaba, muy de cerca, las ventanas de las otras viviendas. Todas las tardes, cuando el sol comenzaba a esconderse tras los altos edificios de Madrid, caminaba largos trechos siempre mirando las ventanas, buscando una grieta para construir una nueva historia. Entraba en los bares y cuando veía alguien ir al lavabo iba tras él  y lo espiaba sin que se dieran cuenta. Hombres, mujeres, nunca le importó la diferencia, sobre todo ahora, se ha convertido en una rata que camina de cloaca en cloaca en busca de algo que le devuelva lo que sentía, porque ya ni se excita, mira porque lo necesita, pero ya no siente nada. Desde aquel incidente ya nada es igual.Dos años después de abandonar su casa se mudó a un pequeño pueblo a las afueras de Santander, junto al mar, sin ventanas a las que mirar, quiso dar un vuelco a su vida obligándose a no mirar. Por unos meses sintió que lo logró, nada más despertar solo miraba por la ventana para ver el estado del mar, así se podía quedar horas, se convirtió en su espía, pero así no sentía que hacía algo mal, todo lo contrario, por primera vez en su vida le invadió la paz y le gustó. Incluso retomó la relación con su exmujer por teléfono y le fue contando todos sus avances, lo que quería es que algún día le volviese a dejar ver a su hija, por eso luchó durante varios meses. Todo se rompió cuando una tarde de lluvia, refugiado en el calor de su salón, una gotera comenzó a caer justo a su lado, en un principio quedó mirando el lento gotear, rítmico, casi relajante, hasta que un trozo de techo se desprendió y le cayó en la cabeza. Corriendo fue hasta la cocina para cerrar la llave de paso del agua ya que no era una gotera de la lluvia, las tuberías habían reventado. Eso le produjo algunos problemas, como el de desplazar el salón a la habitación completamente vacía que tenía atrás, junto al baño, era casi tan amplia como el salón principal, no habría problema, pero descubrió que la ventana de ese cuarto daba directamente a la ventana de la vecina del chalet colindante con el suyo. Escasos tres metros separaban sus ojos de la habitación de una mujer de unos treinta y seis años, esbelta, morena, que todos los días, en una rutina que rozaba la disciplina, se desnudaba cuatro veces, siempre a las mismas horas, siempre con la persiana subida y las cortinas retiradas.Eso hizo que volviese a su antiguo estado, configuró horarios e incluso compró varios relojes despertadores para que lo avisaran de la hora del espectáculo.Siempre oculto tras la ventana miraba, espiaba y se excitaba. Esa relación que le sumergió de nuevo en la oscuridad duro varios meses, meses encerrado, casi a oscuras, nunca más volvió a mirar el mar. Minutos antes de que el despertador sonase avisándolo del momento ya se sentía ansioso, rondaba la ventana, miraba el reloj, se mordía las uñas, entraba en una especie de síndrome de abstinencia, solo aplacada por la imagen de una vecina que cada día se mostraba más, incluso jugaba con su cuerpo y le dejaba ver cómo se daba placer, incluso cómo otros le daban placer. Eso le volvía loco y siempre esperaba que estuviera  acompañada. Esa triste realidad, esa vida oscura se acabó el día que, arreglando la rueda pinchada de su coche, despreocupado porque aún quedaban dos horas para que ella regresara a casa del trabajo y le dejase ver cómo se cambiaba de ropa, sintió que alguien le miraba por la espalda, y al darse la vuelta encontró su obsesión parada a escasos centímetros de su cara. -Me gusta que me mires, pero me gustaría que me acompañaras, no me importa, me gustas.-Todo su mundo se vino abajo tras esa frase mientras la miraba alejarse moviendo las caderas en un intento absurdo de seducirlo. Todo se había acabado, todo era un desastre, ella lo sabía, no había robado la vida privada de nadie, había sido con su consentimiento. Desmoronado, ese mismo día abandonó esa casa y paso largos años vagando intentando encontrar otra persona a la que espiar, sin éxito, acabó en Madrid.
-Doce de Junio, ¡doce de junio!, dos años ya que estoy aquí, se dice pronto.-
Se levanta de la cama, sin mirar por las ventanas, en los pisos de enfrente tiene estudiadas dos ventanas en las que últimamente ha estado espiando a un par de parejas, pero nada excitante. Arrastra los pies, arrastra los años sobre esos azulejos fríos, le gusta el tacto, palpa el marco de la puerta del baño hasta encontrar la luz, dos años y aún sigue buscando la casa, todavía no se ha hecho con ella. Alarga el brazo y coge el cepillo de dientes, levanta la cabeza y por primera vez en su vida, se mira a los ojos, por primera vez, él es el espiado y no le gusta lo que ve, un hombre de cuarenta y ocho años, agotado, castigado por el tiempo, una mirada vacía, solo siente miedo. Se coloca el pelo e intenta sonreír, la mueca que le sale hace que aparte bruscamente la mirada y mira el balcón, allí encontrará algo mejor que mirar, con las mismas ganas que antes, arrastra su cuerpo y abre la ventana, el frío azota su cara, son las ocho de la mañana y el sol no ha llegado hasta la calle, los altos edificios no se lo permiten. Respira hondo y siente quietud, todo camina a cámara lenta, incluso los coches.
-Pobre hombre, ¿Se habrá resbalado?
-Se ha tirado desde esa ventana, mira que no son horas para suicidarse.-
-Me han dicho que vivía solo, que era un borracho que andaba siempre tras las ventanas.-
-Carlitos, deja de mirar a ese hombre, no ves que está muerto, José, di algo a tu hijo que se ha quedado tonto mirando a ese hombre, dile que no se acerque, no se vaya a manchar de sangre.

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