Revista Literatura

El Retrovisor

Publicado el 18 noviembre 2009 por Héctor
Poco más de un año después de que desapareciera de su vida, Mike volvió a encontrarse con Grace.
Parecía un encuentro casual, uno más de esos que se producen en la gran ciudad. O más bien como esas veces en las que te encuentras a un conocido en la otra parte del mundo, en el último sitio en el que esperas ver una cara familiar. Pero Mike no pensó en ese momento que se trataba de una casualidad. Un ligero escalofrío que recorrió su espalda de abajo a arriba así se lo sugirió.
Grace estaba de pie, plantada en medio de la calle como si acabara de descender de una nave extraterrestre. Daba la impresión de disponer de todo el tiempo del mundo, de no necesitar hacer nada. Mike pensó que Grace siempre había sido una presencia que más bien era antes que estaba. Se otorgó unos pocos segundos para contemplarla mientras la puerta de la librería se cerraba tras de sí. No lo había visto a él, eso era indudable, pues se encontraba absorta en la contemplación del escaparate de la misma tienda de la que acababa de salir Mike. Lo primero que le sorprendió era que la notaba cambiada. Grace no era de esas personas que cambiaran. Su aspecto se había mantenido inmutable desde que él la conociera, no recordaba cuantos años atrás. A su alrededor, eran los demás los que parecían cambiar ante su presencia. Sin embargo, notó algo distinto en ella.
No tardó mucho en reparar en ello. Grace se había cambiado el color del pelo. Su peinado rubio a lo garçon, cuyo flequillo caía pulcramente siempre sobre su ojo izquierdo, había sido sustituido por una melena corta de color azabache. El negro de su cabello era tan intenso que parecía emitir reflejos azulados. "Me gustaba más antes". Mike no pudo evitar tener ese pensamiento intruso. Lo demás seguía más o menos igual. Ocultaba sus ojos azules con unas grandes gafas de sol con montura de carey de color blanco. No hacía sol, pero Mike sabía que ella llevaba siempre las gafas oscuras. En algún momento llegó a pensar que lo hacía para no paralizar a los incautos que se atrevieran a mirarla por la calle. Hasta el mismo Basilisco habría sucumbido ante esa mirada glacial, más fría que el cero absoluto.
En ese momento, Grace cambió el peso de su cuerpo de la pierna derecha a la izquierda. Iba vestida con un abrigo largo, de color crema, que le caía hasta un poco más abajo de las rodillas. Por debajo sólo se apreciaban unas medias negras culminadas en unos botines de tacón adornados con dos tachuelas en el lado exterior del tobillo. No se veía, pero Mike supuso que debajo del abrigo llevaba una de sus faldas de tubo, esas que le cubrían los muslos y que dejaban adivinar unas curvas prohibidas, un terreno vedado para cualquier alma mortal. Incluso para la suya.
Lo último que descubrió Mike fue precisamente lo más familiar, su cigarro. Grace descansaba su brazo izquierdo sobre el derecho, y aquél sujetaba su inseparable boquilla. Nunca había visto a nadie que no fuera ella fumar con boquilla, al menos fuera de las películas. Pero Grace continuaba siendo una criatura extraña, que parecía surgida de otro tiempo, de otro lugar. Tuvo la sensación de que había regresado de su propio universo, aquel al que se marchó una madrugada de hacía más de un año, después de que Mike hubiera tocado fondo. La imaginaba regresando a un castillo enorme, oscuro, en una noche de tormenta como la última en la que esuvieron juntos. La veía subiendo una grandes escalinatas, la mano acariciando la barandilla mientras las escaleras trazaban una curva. Entonces llegaba a una gran habitación, con muebles antiguos e iluminada tan solo por unas velas cuya llama ondulaba por el viento que entraba por la ventana. La imaginaba cerrando los postigos, apagando las velas con un soplido y metiéndose en una cama alta y enorme, con dosel. Casi pudo verla acostarse en la cama y cerrar los ojos. Y permanecer así hasta el mismo día de hoy, en el que habría regresado a la vida para volver a cruzarse en su camino. "Maldita sea", farfulló Mike, pero en su maldición no había todo el descontento que a él le hubiera gustado.
Inevitablemente, tenía que pasar detrás de ella para alcanzar su furgoneta. La había aparcado en doble fila, los cuatro intermitentes puestos, antes de entrar a la librería. Ahora la miraba y le parecía extrañamente lejana, un oasis de color blanco con el logotipo de la empresa en medio de un océano inabarcable. Contuvo la respiración y se decidió a cubrir los escasos metros que le separaban de su vehículo. Lo que en circunstancias normales habría sido un plácido e insignificante paseo de diez segundos, se convirtió en una prueba hercúlea para Mike, que se sentía como en uno de esos sueños en los que las piernas no responden, y te mueves como flotando en el agua. El tiempo pareció detenerse cuando pasó justo por detrás de Grace, que seguía mirando el escaparate de la librería como si nada fuera con ella. La nube de gente que concurría una de las avenidas con más vida de la ciudad se interponía entre ambos, pero a Mike le aterraba la sola idea de que Grace pudiera verlo a través del reflejo del cristal. Pensó en el Basilisco, y en la Medusa, y por un momento se sintió petrificado. Creyó hundirse en una sima, perder el control de sus miembros para siempre. Pero esa sensación se desvaneció en unas décimas de segundo que le parecieron horas, y cuando se quiso dar cuenta estaba alcanzando la puerta izquierda de su furgoneta y entrando en ella. Al sentarse en el asiento del conductor, se diría que acababa de correr cien maratones seguidas. El aire volvió a sus pulmones después de haber estado varios segundos contenido en la garganta, pero sus piernas no dejaban de temblar. "Tengo que salir de aquí" fue su único pensamiento coherente. Metió la llave en el contacto y arrancó a toda prisa, incorporándose al tráfico de la avenida, sin siquiera quitar las luces de emergencia.
No había avanzado quince metros cuando el semáforo giró a rojo y tuvo que detenerse. Con el corazón en un puño, se dijo que pasara lo que pasara no iba a mirar por el retrovisor. No estaba preparado para ver lo que su mente imaginaba que vería. Sin embargo, cuando el semáforo se puso en verde, un ramalazo inconsciente le llevó contra su voluntad a mirar por el retrovisor, como el Orfeo que buscó a su amada Eurídice antes de salir del infierno. Lo que vio le heló la sangre.
En el pequeño rectángulo del espejo retrovisor de la puerta del copiloto, Mike vio a una mujer que antes era rubia y ahora era morena plantada delante de un escaparate, vuelta hacia donde estaba él. No se había quitado las gafas de sol, pero sabía sin ninguna duda que lo estaba mirando. Sin mover la cabeza, exhaló una nube de humo a través de la comisura de unos labios pintados de un rojo intenso como la sangre. Cuando Mike arrancó el vehículo y se alejó del lugar, sintió el agudo dolor de sus uñas clavándose en el volante.

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