Revista Literatura

El viaje

Publicado el 22 enero 2019 por Rogger

Por: Rogger Alzamora Quijano
Salir de casa, ir al aeropuerto, dejando atrás todo. Ir en busca de qué, de algo o nada, de lo previsto o lo desconocido; de la tierra prometida. Ir huyendo, quizá. Mil cosas en la mente. Todas colindantes con la incertidumbre. Pena, angustia, emoción, ilusión ocultas en los bolsillos. Tocándolos cada que se hunde la mano. Jugar con ellos, sentirlos como cubos de hielo derritiéndose. En la fila de aduana, en la de inmigración, camino a la puerta de embarque. Rumbo a cualquier destino, la tierra prometida sigue siendo la memoria. Queriendo regresar cuando ni siquiera has partido. Ya en el avión sentarse bajo la bruma de los recuerdos. Mirar a través de la ventana cómo unos hombres van y vienen llevando maletas, las azafatas que se esmeran en buscar los detalles antes de partir: cinturones, portaequipajes, asientos. Susurran algo entre ellas, sonríen. Tal vez se irán a donde quieren ir, o estarán dejando con placer este aeropuerto. Pronto la voz del capitán. Se recoge la escalinata. El gigante comienza a moverse. Gira lentamente y enrumba a la partida. El corazón late mientras la memoria se atasca otra vez. Estará bien. Todo estará bien. Todos estarán bien. Comenzará el conteo regresivo apenas despegue el avión. Porque cada segundo que pasa es uno menos de angustia, de nostalgia, de insomnio. Si vas solo o sola y estás dejando lo más importante, todo va en sentido inverso a la ruta mas no puedes hacer nada. A lo sumo elegirás dormir. Y aunque te hundas en el asiento no podrás evitar los avisos, la cena, la hoja de impuestos, el pasajero de al lado que quiere ir al baño. Y levantas el visillo para ver algodones muy abajo. Y no importa si el sol asoma, se queda o se va, ahí están bajo el avión. A veces algo vive debajo. No se sabe qué, ni quiénes pero se mueven. Son tan hormigas abajo como tú arriba, como hormigas son todos los que van en el avión. Pequeñísimos ante la magnitud del abismo. En eso la voz del capitán anuncia descenso, media hora después da la bienvenida, la temperatura. Quizá sea el presagio de un buen tiempo y nada pasará allá donde se quedó tu alma. Todo es todavía pronto. Aterrizarás de pronto y deberás cambiar dinero, buscar un taxi después de retirar tu equipaje y pasar los controles. Salir pronto de allí, de ese mundo similar al tuyo donde todos se despiden con angustia e incertidumbre. Lloran o no. Se abrazan o no. Algunos tienen una tropa de gente alrededor, otros van solos. Globos, flores, llanto o silencio. Ahora están aquí, como prueba de la otra dimensión de la realidad. Porque todos vamos lejos o cerca pero ninguno rueda en un mismo escenario por siempre. Sur o norte, arriba o abajo. Todo viaje es el primero. Ninguno es la repetición. No saber lo que viene ni cómo viene. Y mientras caminas por el mercado el primer o tercer día, no importa, y sientes que debes buscar un teléfono porque hay algo real o imaginario que has dejado pendiente. Y no es sino una excusa. Y luego regresas y podrás estar bien el resto del día. No es seguro, pero tratarás. Harás como si lo fuese. Un día tras otro, pueden ser cinco, noventa, trescientos sesenta o mil pero siempre tendrán el mismo peso que una eternidad.
Hasta que toca regresar. Late tu corazón en sentido inverso a la angustia cuando ves aquél rostro dulcificado por la distancia y la nostalgia. Con un poco más de edad, algunas arrugas más o cabellos menos pero ahí, de pie, mirándote con el mismo fervor. Nada de lo que has visto: ni la Alhambra ni el Bósforo, ni la madrugada en el Caribe ni el crepúsculo invernal en la ribera del Elba; ni la hora y media absorto ante el Arco del Triunfo o la Puerta de Brandenburg, las pirámides mayas o el Machu Picchu imperial, las calles de Casablanca o la enigmática Pompeya.
Nada como ver aquél diamante que habías perdido en el arenal y que hoy has encontrado.
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