Revista Literatura

El Viaje de Brenda o Los Pies de la Novia (6)

Publicado el 05 julio 2010 por Descalzo
El Viaje de Brenda o Los Pies de la Novia (6)
A Pilar y "Otros Mundos"
http://www.enotrosmundos.tk/


En mil ochocientos setenta y uno la Comuna de París llegó y se fue como un vuelo de pájaros súbito, fulgurante y trágico. Dejó en todos la convicción que era posible crear una sociedad nueva basada en la insurgencia contra el poder oficial. Veinte años después, surgió también en Europa otro intento de construir una civilización y una cultura enfrentadas a las clases dominante. A diferencia de la Comuna — un desborde atonal de anarquistas y marxistas, sin líder definido — la Ciudad de las Descalzas se edificó en torno a la figura de Erick el Rojo, por lo que muchos discuten si en vez de república burguesa o socialismo, no fue una monarquía absoluta.
La caída del imperio, coincidió con la propia decadencia de líder de los ladrones. Para su biógrafo Rudolf, lo que unió la Ciudad de las Descalzas y la Comuna de París fue la oposición al statu quo; en todo lo demás las diferencias habrían sido totales.
Para Steiner, el ensayo político de Erick el Rojo se basó en principios místicos. Sus discursos y toda la motivación que brindaba a sus hombres, nunca se limitaba a una recompensa material, sino que acentuaba siempre las raíces espirituales de toda conducta.
Las acciones militares del líder de los ladrones, se basaron en una táctica de los indios argentinos llamada “Malón, con la que, hasta la década de 1870, habían asolado las pampas. Los aborígenes, todos excelentes jinetes como el mismo Erick, irrumpían en un pueblo en medio de la noche y con inaudita rapidez, degollaban a los hombres y secuestraban a las mujeres mientras otros grupos se dedicaban a robar. Se pintaban los rostros, y quienes fueron testigos y sobrevivieron, afirmaban que los gritos helaban las venas, por lo que sus víctimas, inmovilizadas por el espanto, no atinaban a reaccionar.
Cuando volvían a la Ciudad de las Descalzas con el botín y las mujeres secuestradas, Erick ordenaba que se detuvieran en el bosque del sur, el mismo que el ejército quemaría antes de apoderarse del enorme refugio. Allí esperaban el amanecer y con los primeros rayos, el jefe de los ladrones ordenaba que un joven sirviera de mensajero con las mujeres y los bandidos que habían quedado en el refugio. De este modo, cerca del amanecer, estallaba una fiesta de bienvenida con guirnaldas, música y baile.
Cuando se le preguntaba a Erick el por qué de tal actitud, se limitaba a afirmar que los bandidos acababan de librar una pequeña guerra en la que se habían apoderado de riquezas y mujeres, pero que de allí en más los esperaba la gran guerra sagrada, es decir el enfrentamiento con ellos mismos. El papel del mensajero era alertar a las mujeres que podían estar con sus amantes y anunciarles que sus esposos estaban por llegar. Si bien en el refugio predominaba el amor libre, el líder conocía lo suficiente la naturaleza humana como para prever las reacciones de los hombres que lo secundaban.
A pesar de las posiciones opuestas de los estudiosos, todos coinciden en que un hilo mítico atravesó la vida y cada uno de los actos de Erick el Rojo; según sus biógrafos, esta tendencia se acentuó en los últimos días al vincularse con su maestro oriental y habría sido el espiritualismo quien minó la disciplina del líder, de sus hombres inmediatos, y de la colosal red de seguridad que guardaba su mundo. “Cabe preguntarse — reflexionará Steiner — si el espíritu es enemigo del cuerpo como afirman algunas doctrinas. De ser así, la vida de Erick el Rojo sería una demostración de tal verdad”.
Aquella noche Eufrasio condujo el carruaje hasta un lugar alejado de las llamas, en los límites de la Ciudad de las Descalzas. Se colocó detrás de una diligencia cuyos ocupantes también procuraban salir y esperaban el turno para mostrar el salvoconducto que los dejaría pasar sin problemas. En el lugar, soldados fuertemente armados habían formado una barrera dispuesta a detener a quienes pasaban. Bajo la luz que llegaba de las llamas, se veía un regimiento montando un cañón en medio de un concierto de voces de mando.
— No debes preocuparte— dijo la joroba a Brenda — el propio general que dirige el operativo ha firmado el salvoconducto.
En silencio, la muchacha se preguntó dónde habría obtenido Eufrasio aquel permiso. Quizá a través de pequeñas traiciones y promesas de fidelidad al ejército. Un grupo de soldados se apostó junto al carruaje en posición de firmes y con las armas levantadas. De la diligencia que estaba frente a ellos, bajaron tres hombres y Brenda reconoció a uno de los lugartenientes de Erick quien saludó militarmente y desplegó un documento frente al oficial que dirigía el retén. El militar arrancó el papel de su mano y lo pisoteó sobre la tierra.
— Los salvoconductos no tienen vigencia.
- ¡ Éste me fue entregado por el general en persona…!.
Un golpe en el estómago hizo callar. Los soldados se abalanzaron sobre él y amarraron sus manos.
Brenda comprendió que el general había firmado salvoconductos para que todos los que traicionaran a Erick pudieran escapar, pero en la misma noche de la invasión los había dejado sin efecto. El documento que llevaba Eufrasio tampoco serviría. Un poco más allá, vendaron los ojos de los hombres y la muchacha comprendió que los iban a fusilar
— Eufrasio — llamó en voz muy baja — debes desaparecer.
La joroba no contestó Se limitó a soltar las riendas y abrir levemente los brazos. En fidelidad a la Cofradía de Mujeres Descalzas, Brenda había iniciado su viaje sin calzado y los soldados que rodeaban el carruaje no advirtieron cuando se acostó en el asiento, levantó sus pies pequeños que brillaron a la luz de las llamas y los ubicó a la altura de las caderas de Eufrasio, cuidando que las manchas en sus flancos se ubicaran sobre el cuerpo de la giba. .
A lo lejos aullaba un perro y cada tanto llegaban de la lejanía algunos disparos. Con órdenes breves y cortantes, los oficiales seleccionaron soldados para formar un pelotón de fusilamiento. Al comprenderlo, uno de los hombres se arrodilló suplicando piedad, pero el oficial pateó su cara y lo obligó a incorporarse.
Brenda sintió el calor en los flancos de sus pies; escuchó el crepitar de los rayos y unos segundos después, Eufrasio desapareció. Entre los soldados, la muerte atraía las miradas, de modo que señalaban el pelotón, cuchicheaban entre ellos y no lo advirtieron.
— ¡Fuego!
Cuando Brenda vio retorcerse y caer a los hombres, pensó que estaba frente a una parodia; que en cualquier momento los cuerpos inmóviles se levantarían; que se abrazarían con sus verdugos y todos beberían cerveza. Pero aquello era real. Las experiencias de la muchacha con cadáveres, habían sido la muerte de Pablo, la resurrección de Erick el Rojo y luego su asesinato, pero le costaba aceptar aquellas ejecuciones rápidas y brutales. Sintió el inexplicable deseo de acercarse a los cuerpos y apoyar en ellos los pies desnudos, convencida que podría resucitarlos.
De pronto comprendió que aquella era la muerte que le esperaba; había salvado a Eufrasio, pero no podía desaparecer ella misma.
Luego de revisar a los cadáveres, uno de los oficiales se acercó a Brenda.
— ¿Quién dirigía este carruaje?
— Un hombre
— ¿Dónde está ese hombre?
— Cómo puedo saberlo? Se ha ido antes que llegáramos y los caballos avanzaron solos.
La respuesta era absurda, El oficial levantó su lámpara para observarla. El rostro era rojo y sus ojos brillaban, como si las recientes muertes lo hubieran excitado y enfurecido.
— Está mintiendo. Muéstreme sus pies.
Brenda obedeció. Sus plantas volvieron a brillar bajo las llamas
— Usted pertenece a las brujas descalzas, las amantes del ladrón.
La tomó de un brazo y la obligó a bajar. Los soldados la rodearon. Uno de ellos la abrazó y otro tocó sus pechos, pero la dejaron ante la enérgica orden del oficial. Amarraron las manos a la espalda, vendaron sus ojos y ordenaron que camine. La conducían hacia el sur, ya que el calor de las llamas aumentaba. A su alrededor sonaron voces: le pareció que dos oficiales discutían. Luego guardaron silencio.
Sintió sobre su piel el aire de la noche; un perro aullaba a lo lejos y su grito se escuchaba por encima de los disparos. Se aferró al dolor de las piedras puntiagudas en sus plantas y al calor de las llamas en su rostro: eran señales que aún estaba viva.
A las descargas lejanas, seguían gritos de dolor o de súplica. Brenda esperaba las secas órdenes que anunciarían la formación del pelotón, pero en vez de eso, sintió las pesadas botas de un soldado que se ubicó junto a ella.
— ¡Puta! ¡Eras la amante de Erick el Rojo!
Brenda se apartó de la voz y tuvo un estremecimiento: había pisado la mano fría de uno de los cadáveres.
— Entiendo que no has muerto, ya que estoy en tu casa, viendo como me sirves el té y escuchando de tu boca esta larga e increíble historia.
— ¿Quién te dice que eso es así? Desde América llegó la moda del Espiritismo; en reuniones como ésta, un grupo de personas se toman de las manos y logran que los muertos resuciten. No nos veíamos desde hace mucho, Terencia. ¿Quién puede afirmar que no me he escapado de una de estas reuniones para contarte estas historias donde detalles cotidianos se mezclan con el ambiente de ultratumba?
— No te veo yo sola, sino que las criadas se dirigen a ti. Además está el espejo — Terencia señalará la enorme luna colgada de una de las paredes. — Mésmer dice que los fantasmas no se reflejan en él.
— Querida Terencia me has estado hablando todo el tiempo de Mésmer y sus prácticas. ¿No piensas que desde que estamos juntas yo, fantasma o no, podría haberte sumido en un mundo de sugestión? Quizá con los pasteles de hojaldre que comiste con tanto gusto…
— Brenda, sé que estás bromeando. Por un momento he visto en tus ojos una chispa lejana, que no brillaba desde hacía mucho, por lo que deduzco que debe hacerte bien contar todo esto. Eres una excelente ama de casa, una madre ejemplar, muy devota ya que todos los domingos te diriges a la iglesia con tu familia, Dice Mesmer que esa vida rutinaria va desgastando el espíritu, quitando de los ojos el brillo y deshilachando el alma. Sin embargo, ahora el recordar tus viejas sugestiones hace que vuelvas a reír, que te concentres en las travesuras.
Brenda beberá un vaso de sales digestivas para calmar los efectos de los pasteles de hojaldre.
— No son travesuras, querida Terencia. No hay risa ni jolgorio en lo que te estoy contando. Todo gira en torno al reinado del dolor, como un hombre con un cuchillo clavado en el corazón que se riera y brindara con champaña.
La noche en que el ejército irrumpió en la Ciudad de las Descalzas, la luna estaba serena. Entre los fieles de Erick el Rojo que fueron masacrados, hubo quien antes de morir, se quejaría de la indiferencia del cielo y de todos los astros frentes a los hechos de los hombres.
Esperando su destino con los ojos vendados, Brenda sintió que debía despedirse del suelo bajo sus plantas, del fuego, de la brisa y de la luna que imaginaba corriendo libremente por el cielo. Estaba insatisfecha por no haber tenido hijos, pero razonaba en esa extraña calma que precedía a su muerte, que toda la vida es insatisfactoria.
Se estremeció cuando dos soldados la tomaron de los brazos y le ordenaron que camine.
— Van a matarme – murmuró — ¿Por qué no terminan de una vez?
Los uniformados no respondieron y la obligaron a marchar. Brenda obedeció y fueron sus pies quienes le indicaron los lugares por los que avanzaba. En principio las piedras puntiagudas y los terrones del pozo en el que se encontraban. Luego se hundió en el barro y sintió que el agua la cubría hasta más arriba de los tobillos; iban hacia el sur, y atravesaban la quebrada que llegaba del río cerca de medio kilómetro más allá.
Al salir del arroyo, sus plantas pisaron la hierba muy blanda: caminaban hacia el este, en dirección contraria al refugio ya que en esa zona no crecían hierbas silvestres. Un poco después la obligaron a trepar las rocas ásperas que se encontraban cerca de los límites del campamento. En ese momento quitaron su venda; los soldados la llevaban casi en vilo y vio que avanzaban hacia una formación cuadrada, apenas alumbrada por las llamas y otras pocas lámparas.
— No van a fusilarme— se escuchó preguntar a sí misma y los soldados tampoco respondieron. Uno de ellos se limitó a apretar su brazo con más fuerza.
Estaban en un sitio custodiado y formado por paredes de bolsas de arena, las mismas que usaban para trincheras y barricadas. Los hombres se concentraban en las entradas y al ver a sus compañeros con la prisionera, se apartaron cuadrándose. La muchacha fue empujada al interior, sintiendo bajo sus pies la textura áspera del piso de madera. Con el empujón estuvo a punto de caer, pero logró mantener el equilibrio. No estaba sola
— Brenda ¿eres tú?
— ¡Magdalena…!
Las dos mujeres se abrazaron
— Voy a morir, Magdalena… me trajeron aquí para fusilarme.
— No será así, Brenda, al menos esta noche. A mí también amenazaron con matarme, pero llegó una orden del teniente que comanda la operación. Ejecutarán a los ladrones que encuentren, pero respetarán la vida de todas las mujeres. Nadie sabe quién es el que comanda las operaciones ni por qué ha dado esa orden.
La posadera hizo que Brenda se sentara en una bolsa de arena que estaba en el suelo.
— Quédate tranquila. Como comprenderás no tengo nada para ofrecerte y hasta ahora no nos han traído comida.
Ambas mujeres volvieron a abrazarse.
— Nos separamos hace pocas horas, Brenda, pero es como si no nos viéramos durante miles de años.
— ¿Estás segura que respetarán nuestras vidas, Magdalena?
La posadera, en silencio señaló a uno de los soldados que custodiaban la entrada.
— Él me informa de todo — dijo por lo bajo — creo que está enamorado de mí. Me dijo que yo me salvaría, lo mismo que las mujeres que encuentren, pero ella no.
Magdalena señaló un bulto que apenas se distinguía bajo las débiles luces de las llamas.
— Es Hortensia — siguió Magdalena —La consideran peligrosa y la condenarán a muerte. Recordarás que había estado leyendo libros prohibidos y los superiores recibieron la orden de fusilarla.
Con los ojos acostumbrados a la semipenumbra, Brenda alcanzó a ver la cabeza de la criada, que devolvía su mirada con gesto altivo.
— …es posible que la fusilen al amanecer.
En ese momento, Hortensia se mordió los labios. Brenda pensó que había una gran justicia en su muerte; ahora sería víctima de su propia traición.
Magdalena la miraba fijamente. En aquellos meses, Brenda sabía cuando la posadera que estaba por pedirle algo.
— Querida, debemos ayudarla
— Creo que no lo merece.
— Yo la he visto crecer; fue mi criada; la quiero. Te lo pido Brenda
— ¿Y qué podemos hacer por ella?
— Debes usar tus pies para hacerla desaparecer.
Brenda vaciló
— Acabo de hacerlo con Eufrasio y contigo lo haría encantada si me lo pidieras,
— Yo no quiero irme ahora que te he encontrado

Adelantó su pie descalzo y lo puso junto al de la muchacha.
— En nombre de lo que vivimos juntas, de lo que creemos, te pido que salves a Hortensia.
Afuera los gritos de batalla recrudecieron y se escucharon a lo lejos algunas explosiones; Brenda comprendió que aquello era una guerra, que desde el día en que saliera de su casa y más exactamente en el momento en que matara a Pablo, la guerra había comenzado con su carga de incertidumbre y terror. Sus momentos de calma habían sido pequeños claros de sosiego en medio de batallas. Ahora mismo se encontraba con Magdalena en aquella isla donde una orden extraña les había salvado la vida, pero no sabía cuándo eso podría terminar y otra directiva opuesta las condenara a morir.
Brenda miró sus propios pies: estaban húmedos y sucios con la tierra fresca de la zona, pero despedían una tenue luz azul. Supo de algún modo que la iniciación que le propinara Eufrasio aquella vez era la que ahora la mantenía firme, entera; una fuerza surgía del centro de sus plantas y trepaba por todo el cuerpo proporcionándole un calor reparador que llegaba a sus entrañas. A su alrededor el universo temblaba, se sacudía, amenazaba con derrumbarse, pero sus pies eran los que sostenían la bóveda de los cielos, los que mantenían la firmeza de todas las cosas aún en medio de un desastre continuo.
— Magdalena, estoy de acuerdo — dijo por fin — haré desaparecer a Hortensia.

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