Revista Diario

En camino al amanecer

Publicado el 03 enero 2012 por Blopas

Esta es una anécdota en partes: la 39ava en la saga del Dr. Kovayashi.

La hoguera devoradora | Continuará…

La noche envolvía a los vivos y a los muertos con su deslucida oscuridad de wolframio. No había horario para el calor, que aun en plena noche tornaba agobiante la marcha por la selva. Desde el suelo hasta el tope del dosel todo rezumaba agua, no porque hubiera llovido sino porque el aire estaba saturado de humedad. Así avanzaban el doctor y su séquito de micos, calados hasta los huesos. Las gotas caían verticalmente con tanta fuerza que semejaban huevos de ónix. Mas no era por eso que caminaban con las cabezas gachas, no; lo hacían porque así evitaban ir al azar. El barrial se advertía apenas tenuemente bajo sus pies. Por su parte, Nikola y David preferían guiarse por el oído y corrían alrededor del doctor, ora por delante, lanzando aullidos muy agudos, ora por detrás, agitando lianas y provocando que millones de gotas cayeran desde las copas. Sin saberlo, seguían una antigua picada utilizada por el Sr. X y su ejército. Varias horas más tarde, con el ansiado embarcadero a la vista, habrían de creer que la providencia los había guiado.

Tres horas antes del amanecer, el grupo se detuvo a descansar sobre un tronco atravesado en el camino. Ninguno reconoció cuán exhausto se hallaba, aunque tal era el estado de sus fuerzas. Era una de esas situaciones en las que el cerebro necesita destinar una mayor atención al cuerpo para no caer, dejando lugar, en su desatención, a que surjan pensamientos naturalmente ocultos. En las horas anteriores, el doctor había sufrido cambios radicales en su estado de ánimo, como la alegría de saberse vivo, la ira contra David o una profunda e inexplicable tristeza luego de quemar al Sr. X. Ahora, circundado por ruidos de animales invisibles, empapado e indefenso como un anciano ciego, Kovayashi pensó concretamente en la posibilidad de caer muerto allí mismo, de no llegar a ver el sol de ese día, de no volver jamás a su hogar. Y en medio de ese torbellino de miedos, sintió un frío repentino. No obstante, estaba decidido a no darse por vencido antes de intentarlo todo. Sabía por experiencia que pronto amanecería y que entonces el calor, los mosquitos y las alimañas serían tres grandes escollos a sortear. Por eso, después de ese tiempo de quietud decidió reiniciar la marcha.

Paso a paso, metro a metro, el terreno iba ganando en inclinación. La pendiente se hacía cada vez más pronunciada en el mismo sentido de la marcha, y entonces el agua, en lugar de estancarse en charcos barrosos, corría cada vez más rápidamente en forma de pequeños arroyos que cortaban el suelo rumbo a la vaguada. A medida que bajaban, los cambios en la vegetación, aún invisibles para ellos, los obligaban a cambiar el ritmo de la marcha. Así fueron dejando atrás la selva para atravesar densos cañaverales y palmares. De repente, una brisa fresca con olor a río y a cacao los sorprendió de frente. Instintivamente cerraron los ojos y levantaron las cabezas hacia el cielo. Al abrirlos reconocieron la incipiente claridad del nuevo día, y bajo semejante belleza sintieron que la vida circulaba de nuevo por sus venas.

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