Eran las diez de la mañana,
lloraba el cielo catalán,
sonó la aldaba
del palacio
madrileño
y un ujier llevó al señor
el sobre lacrado.
Eran pasadas
las diez de la mañana
cuando en volandas
un mensajero de palacio
llevó al Congreso
la consabida respuesta
para ser leída
con solemnidad.
Eran dos cartas con lacre
sin ninguna gracia
y muchos estropicios
con embates cobardes
entre dos necios.