Revista Literatura

Feliz cumpleaños a mi.

Publicado el 07 mayo 2012 por Malena
En principio, todo es fácil, tibio, tranquilo. Lástima que dura nueve meses. Después uno nace.
Lo primero que hacen es sacudirte y pegarte dos cachetazos en el culo. Eso es para que te vayas acostumbrando a lo que va a venir.
A mi me tocó llegar al mundo hace 40 años, el 6 de Mayo del 72. Mi vieja siempre me cuenta que fue un parto divino; es más, ella creía que estaba un poco descompuesta por la comida. O sea, me confundió con un pedo. Terrible. Yo peleando por salir y ella pensando que se estaba por mandar una cagada.
La que pensó que realmente mi nacimiento fue una cagada fue mi hermanita. Eso pasa generalmente cuando uno no tiene la dicha de nacer primero. En principio, para que la pendejita más grande no se ponga celosa, le hacen regalos más lindos que a vos - total sos chiquita y no te vas a dar cuenta - como si eso sirviera para menguar el odio con el que te mira, mientras te acaricia la cabeza, justo después que mamá le explicara que los bebés no tienen la mollerita cerrada.
Una, gracias a Dios, es inocente de las maldades ajenas y ríe. De qué, no se sabe. Viene tu madre y te dice "acatá" y te descostillás. Viene tu abuelo y te dice "cuchichichichitrilita" y te ahogás de risa. Viene tu padre y te sopla la panza y te retorcés a las carcajadas. Una es inocente y un poco pelotuda, pero no viene al caso.
Después crecí. Fuí al Jardín de Infantes - donde conocí a mi primera gran amiga, Gilda -, mamá nos manda a danza con mi hermana con la intención de que seamos señoritas delicadas, a inglés para que seamos señoritas cultas, a hacer los mandados (para no ir ella, que está cansada) y descubro que además de mi hermana, con la que ya nos habíamos acostumbramos a convivir y casi casi nos queríamos, hay otras criaturas y que algunos son varones. Por primera vez en la vida cometo el gran error: me enamoro perdidamente.
Mi novio se llamaba Gustavo. Fuimos novios hasta Sexto grado, aunque él se enteró muchos años después. Yo debería haberme dado cuenta en ese momento que los hombres son un poco lentos, pero no. Seguí teniendo fe en ellos.
En ese interín, mis padres no tuvieron mejor idea que tener otro hijo. Nació el nene cuando yo tenía ocho años. La verdad, lo amé desde que lo vi, azul como un pitufo y lleno de cables en la incubadora.
Pero pasé a ser la hija del medio. Sin comentarios.
Vino la adolescencia, la secundaria (no me vengan con el polimodal y la mar en coche: se-cun-da-ria), diversos novietes un poco más rápidos que Gustavo con las manos pero igual de lentos con la cabecita. Estaban en plena edad del pavo, claro.
Decidí desde ese momento que no volvería a salir con gente de mi edad.
Por primera vez perdí a un ser amado: mi abuelo Ángel.
Terminó Quinto año - donde conocí a mi segunda gran amiga (por orden cronológico, no se peleen): Karen - y en Pehuajó, ciudad donde vivía, no había universidad. Como yo quería ser abogada (no, no me puteen todavía que me arrepentí a tiempo) me fui a vivir, solita con mi alma a Mar del Plata.
Me sentía adulta, madura, vivía en una casa que era totalmente mía y donde podía decidir que hacer. Por eso no lavaba los platos hasta que me quedaba sin siquiera una tabla para comer y no hacía la cama. Pero para poner el broche de oro a mi adultez, comencé a trabajar a los dos meses de cumplir dieciocho. Iba de la facultad al trabajo y del trabajo a la facultad.
Y lo conocía a él. Un hombre hecho y derecho con pelos en el pecho, compañero de trabajo: Guillermo. Tenía 22 años. Nos enamoramos. Esta vez él se enteró que era mi novio y, como si eso fuera poco, se fue a vivir conmigo. Después me separé.
Con el tiempo volví a formar pareja, me volví a separar, volví a formar pareja, me volví a separar, volvía a formar pareja, me volví a separar .... siempre con Guilermo, claro. Es que eramos un poco pasionales. Pero debo reconocer que nos peleábamos con la misma intensidad con la que nos reconciliábamos. Viajamos, nos divertimos, fuimos a bailar, a la playa, a reuniones, a recitales, no gritábamos, nos odiábamos, nos celábamos. Hasta que llegó la separación definitiva.
Volví vencida a la casita de mis viejos.
Como el hombre, la mujer también es un animal que vuelve a tropezar con la misma piedra, así que me enamoré de nuevo. Esta vez de un hombre que no tenia nada que ver con el anterior; con el que no teníamos ni un sí ni un no. Hablábamos muy poco. Pero teníamos sexo, y por ende, tuvimos dos hijos. Y la verdad, nos es que yo sea la madre, pero nos salieron divinos. Un día, callado como los doce años que pasamos juntos, decidió irse de casa. Y yo cambié la cerradura. Eso fue todo; lamento no poder divertirlos con historias de intrigas y de engaños. Ironías de la vida, hoy podemos pasar ratos largos meta charla.
Y me enamoré otra vez. ¿Otra vez? Si, otra vez. Soy terca, soy taurina. Esta vez amplíe mis horizontes y busqué un novio porteño. 350 kilómetros de ida, 350 kilómetros de vuelta, horas de celular, horas de micro él y la raya del culo casi despintada. Cuatro años pasamos atravesando ciudades y autopistas para vernos. Hasta que también se terminó.
Volví a perder a otro ser amado: mi padre.
Eso es, en resumen, lo que he hecho en estos cuarenta años.
Fui embrión, bebé, niña, hija, hermana, nieta, bailarina, estudiante, amiga, ¡fui flaca!, empleada, enamoradiza y madre. Descubrí que los que amamos se van, pero de alguna manera se quedan, que lo que se gana con el fruto del trabajo es más gratificante que lo que te regalan por nada, que la pasión se consume, que el amor se va apagando de a poquito, que ser mamá hace que el mundo deje definitivamente de girar alrededor de tu ombligo, que te hace entender a tus viejos, que si vivimos poniendo la otra mejilla terminamos con la cara inflamada, que aunque duela hay que decir basta, que hay que perdonarse cuando nos equivocamos y que siempre hay que estar enamorado. Sobre todo, de la vida.



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