Revista Diario

Fiestón

Publicado el 13 septiembre 2017 por Kaktus

La semana pasada tuvimos fiestón. Porque sí. No teníamos un duro en el banco, pero nos dio igual. Dos cabras compramos. Como nos quedamos sin dinero para coca colas, bebimos los polvos solubles, a dos birr el sobre, para dos litros de agua. Decoramos con sábanas viejas y papel de váter. La excusa: el cumpleaños de nuestros hijos. Como en las guarderías buenas, celebramos una vez al año el cumpleaños de todos los peques. En Europa lo hacen para no liarse con tanta fiesta. Aquí lo hacemos porque nadie se acuerda de la fecha de nacimiento de sus hijos.

A las once de la mañana, con la carne ya preparada, llegó S.: “¡¡¡¡Kaktus!!!, ¡ya puedo ver!”. Dios mío, qué alegría. Su abuela –recientemente entrada en el proyecto-, lo mira contenta. Y a pesar de que no he hecho nada –sólo lo mandé al médico a que le corrigieran la medicación- me embarga una felicidad absurda.

Y luego llega A. del cole, caminando casi normal con su pierna nueva, y su madre, F., me mira y se ríe. Ponemos a M., su otro hijo, tumbado en un colchón en medio del jaleo, para que se sienta todo lo importante que es. Se quedará dormido a mitad de sarao, pero hasta entonces abrirá su enorme bocota para gritar que él también se alegra de estar vivo.

A mediodía, de bolsas de plástico escondidas, salen vestidos de tul cutre, brillantes brillantes, y las peques se visten de novias. Las Señoras Vulnerables preparan la mesa del bufé. Las Adolescentes Gueter acaban de decorar. Las dos cuidadoras se visten de fiesta, porque es el cumpleaños de sus alumnos.

Música a todo trapo, carne por un tubo, y la Nena que llega del cole, se pone en fila para el bufé, y se come su injeera con carne y patatas. Tampoco yo sé cuándo es su cumpleaños.

Llegan H. y H., madre e hijo. Les va bien. El peque es súper despierto. Recordamos, una vez más, el día en que, con dos años, entró en la oficina y me soltó:

_ Kaktus

_ Díme, H.

_ Yo no pierdo la esperanza

Y se piró. Ahora esa misma frase está escrita en el tablón del proyecto y en la pared de mi dormitorio. Todavía la uso, al menos, una vez al día.

Pastel del taller de cocina, de colores y cremas imposibles. Lo comemos con las manos, y se nos quedan las manos rosas y verde pistacho. No porque el pastel llevara pistachos. El colorante era verde pistacho. El pastel llevaba un porrón de huevos y bien de margarina.

Bailamos un rato, les largo un discursín en el que comparo nuestras unidades familiares con un pan, en el que los niños son la levadura, que da forma al pan y es lo más importante de la masa. Según voy hablando, me doy cuenta también de que es una cuestión numérica: si hay pocos el pan viene más triste, y si hay demasiados el pan se desmorona. Como yo sólo tengo a la Nena, no llevo la metáfora tan allá. A ver si a las que están solas con uno o dos les va a dar por tener dieciséis.

Acabado el baile, les pongo una peli a los peques. Cuando salimos, las Señoras me han guardado una cazuelilla con restos de wot para la cena. Es curioso que siempre me dan los restos de comida, como si la necesitada fuera yo. Están convencidas de que no sé cocinar, y de que por eso la Nena y yo estamos más bien delgaínas.

Llegamos a casa, la Nena todavía con el uniforme de micro monja que lleva para ir al cole y la cara pintada con los colores de la bandera etíope. Estamos tan cansadas que, por fuerza, tiene que haber sido un fiestón genial.


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