Revista Literatura

Final verbenero

Publicado el 13 septiembre 2012 por Mariaripollcera @Idelfonsa

He aquí como acaba la empordanesa verbena que inicia La segunda novela:

Laia y Sara se acercan a la ya menguante hoguera y lanzan a las llamas sus listas de repudios con los ojos cerrados, concentradas en no querer saber más de aquello que las ha incomodado, avergonzado o preocupado durante el año. Y entonces Laia empieza a pasar por delante de los chicos solteros de la fiesta. Se detiene frente a cada uno, coloca su cabeza bajo la nariz del elegido y se aparta un poco para ver si hay más efectos que el asombro o la interrogación sobre su comportamiento. Acaba el pase y llega tan sola como partió hasta Sara, que inicia entonces el mismo circuito apretándose los pechos delante de cada chico. Se inicia una cola sin excepciones. Me acerco a averiguar cuál es el juego además de a situarme entre tan interesante reunión y Sara me explica triunfante que ha ganado la apuesta, que eso de que las feromonas salen de la coronilla es un invento de los bajitos para competir con las alturas, mientras Laia protesta: “estos solo huelen el alcohol pero déjame dos días y ya verás como las bajitas podemos atraer a los tíos sólo que nos huelan la coronilla”. Si pegarse un polvo dependiera de lo físico, pienso, esta verbena sería ahora una bacanal, pero mirando al elenco, y vaya si hay guapos, no me tiraba yo a ninguno. Me lo planteo más en serio, acercarme a uno e iniciar el juego de la seducción, pero veo al momento su risa turbada o su patoso manoseo. El alcohol es la tumba del amor.

Y Roger el arquitecto sigue hablando con el alcalde, que mira divertido las maniobras de Laia y Sara con su cerveza en la mano mientras acaricia con la otra, distraída, el pelo de su mujer, ocupada precisamente con sus amigas en criticarlas. Las mesas a la francesa siguen impecables. Uno de los niños surge de debajo de uno de sus magníficos manteles y por un instante la exigua hoguera se reaviva con un ligero olor a cuero. Llega a ese grupo de bohemios que bailan juntos, descalzos, en extraños movimientos individuales. Andreu se detiene repentino, husmea el aire, gira la cabeza en busca de una idea que corresponda al olor recién descubierto y lanza todo su corpachón al recodo en que yacen los zapatos. Toma una enorme sandalia que deposita con fuerza sobre el mantel bordado de Mercè y Albert, haciendo titilar una de las velas, y la acompaña de gritos, pero estos lo miran con expresión de impotencia y siguen hablando con sus amigos al parecer un poco achispados, porque ya no tienen posturas tan correctas. Los niños han desaparecido de la zona.

Un revoloteo se activa entre mis amigos y a través de los saltos excitados de unos cuantos entreveo a Sara, que muestra sus pechos orgullosa gritando a Laia que tiran más dos tetas, y qué tetas. Tetas, tetas, se empieza a distinguir entre el barboteo del grupo hasta que llega Marc, apartándolos, se sitúa frente a ella y le muestra sus dos manos en forma de copa dispuestas a acoplarse pero sale de su manga un tapón quemado de botella de vino con el que dibuja negros círculos concéntricos en torno a sus pezones endurecidos. Pezones, pezones, canta ahora la masa cuando el primer huevo aterriza sobre la copa de Anna, salpicando la reciente obra de arte ahumado. Al que sigue otro, y otro, que van sembrando de amarillo pegajoso un sector de la fiesta. El murmullo crece ahora entre algunos payeses que ven dilapidarse sus huevos a manos de los niños y van a por ellos. Cae una mesa al suelo que revuela en breve hacia la hoguera, impulsada por alguien que no quiere que acabe la fiesta. El hedor a plástico unifica las protestas pero rápido el baile se reanuda, y las risas, aunque alguna pareja empieza ya a perderse camino del bosque, o del coche, o de su casa. La hoguera es ya brasa.

Y Marie, la herboristera, se acerca a echarle tomillo y algo más con una mano presidida por su precioso anillo lunar, mientras musita unas palabras. Y qué bien huele la noche. El aroma del bosque despierta el inconsciente que aúlla. Todos queremos bailar, sintiendo la propia música, es la hora de buscar con los ojos a aquella alma con la que te deseas encontrar. Y quiero saber si alguien me mira, busco profundos ojos exploradores, pero el estruendo es ahora grandioso. Las llamas arden gigantescas sobre hojarasca y cae sobre ellas un neumático de tractor que despide al instante negra humareda y un olor nauseabundo a petrolato y benceno. Las protestas son unánimes, se busca al culpable que resulta ser Marc, cómo no, que debe de haber tenido un cómplice porque no ha podido enfrentarse a esa rueda solo en su estado comatoso. Pero no hay energía para enfadarse, solo para recoger y convertir la fiesta en algo íntimo, o en sueño, porque todos saben que ese olor perdurará toda la noche pese a los manguerazos del alcalde, que mira por donde va a acabar la noche sudando.

Final verbenero

Tractor mud, de Sunset sailor

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