Revista Literatura

Fuchsia

Publicado el 27 agosto 2010 por Mmechi

Voy bajando las escaleras cuando una voz a los gritos me interrumpe. Es un grito forzadamente amable que dice “Hooola… ¿quién anda ahí?” El grito se interpone en mi camino, como si fuera algo para esquivar o levantar del suelo. Dudo frente a este grito que me mira. Me desvío y entro. El grito amable volvió con su dueña. Cumplió con su deber. Me trajo. Al lado de la puerta, una caramelera llena de gomitas “para atraernos”, dice mi hermano. La luz que entra por el balconcito repleto de plantas se escurre por la habitación entre cuadros que nadie mira y vitrinas con adornos y objetos que parecen vivos. La televisión a todo lo que da se impone. Casi pegada a él encuentro a mi abuela tratando de ver y escuchar al mismo tiempo. Por momentos se concentra en los colores, en la imagen que de tan cerca parece llena de puntitos que se unen para formar una cara. Alterna ahora mirando el suelo para focalizar en lo que dicen los puntitos. Mi abuela parece un adorno más, incorporada al escenario. Ella no me ve en la puerta.  Puedo irme pasando desapercibida pero con culpa grito “hooolaaaa abuela”. Me mira, achina los ojos, no me reconoce hasta que me pongo al lado de su silla y abriendo bien grandes sus ojos asimétricos dice “¡hola mumum!”. Enseguida agarra el control remoto para otorgarle privilegio al diálogo de cortesía que piensa llevar adelante conmigo. Lo agarra, lo mira bien de cerca y aprieta con firmeza un botón que dice mudo. Me mira con una sonrisa pintada (siempre hasta los dientes) de fucsia. “Pero ¡qué linda visita!” y yo no me animo a decirle que fue el grito el que me trajo. ¿Cómo hace para escuchar mis pasos casi inaudibles si no me puede escuchar a mí estando al lado? Se nota contenta de verme o de ver a alguien. Me dice que tiene un regalo para mí, que vaya a la piecita del sol y que agarre una bolsa grande, blanca. Voy a la piecita donde mi tía abuela dormía cuando la visitaba y como siempre me encuentro con la foto carnet ampliada tomada para algún trámite interrumpido, siempre sonriente, paralizada, contada por otros y que ahora está custodiando la piecita de los muertos, pienso. Tomo la bolsa y espío a los tres grandes almohadones con funda de lana. Voy hasta donde está la abuela que ya está otra vez con la tele a todo volumen y con exageración digo “¡Qué lindos! ¡Gracias!” y recibe mi beso la piel suavecita, arrugada, que choca con los anteojos y con un lunar peludo que pincha. Saco los almohadones y confirmo mi sospecha: son espantosos. Todos tienen los mismos colores organizados de tal manera que ninguno combina. Del otro lado tienen un color liso que completa la desamornización. “Bueno, me alegro mucho, para tu casita son”. Ahora le doy un abrazo fuerte y le digo que la quiero. Ella se sorprende y me dice que también, apretando un brazo mío. Sin decir mucho más, damos por terminado el intercambio. “Chau abuela” "chau mumum”. Vuelve a la tele y mientras subo otra vez para dejar el regalo que en algún momento me llevaré me pregunto ¿lo hará porque me quiere regalar algo o simplemente para tener algo que hacer?

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