Revista Literatura

Hiperrealidad

Publicado el 21 diciembre 2016 por Sara M. Bernard @saramber
HiperrealidadA las 10 y 10 de la noche cruzo el pasillo de la zona de vestuarios con pies firmes. La sala de personal -cocina equipada, máquinas de café y chucherías- también tiene una tv (mediana-grande, como la de mi casa) que se ve desde el pasillo. Sigue encendida a un volumen moderado. Dos presentadoras en pantalla, una en estudio y otra con fondo de calle, la frase al vuelo última hora desde Berlín. 
Llevo siempre la misma inercia rápida, salir del vestuario, retumbar de mis zapatos por el pasillo, empujo las puertas batientes y atravieso como una exhalación toda la moqueta, huída de la superficie comercial que me ha retenido durante seis horas y media, donde he soportado el ruido de cincuenta de televisiones encendidas juntas y otros tantos altavoces de última generación con música horripilante (como la que usé en este vídeo).
La disposición de las periodistas y el "última hora" me hace frenar en seco, volver dos pasos y entrar en la sala para prestar atención a los informativos. Algo gordo. Berlín y el camión atropellando gente. En la vuelta en autobús urbano, ya lejos del comercio, también me entero por mi smartphone del asesinato en Ankara de Andréi Kárlov, embajador ruso en Turquía. Hay vídeo. Y también fotos, unos fotos del periodista Burhan Ozbilici, de la agencia AP, que me producen una sensación muy desagradable durante los primeros segundos que tengo contacto con ellas. Las imágenes están reproducidas en todas partes, una y otra vez, con la historia contextualizada en varios idiomas. Al día siguiente, esas mismas fotos se colocan junto a las entrevistas directas a Burhan, porque sus imágenes límpidas y claras, como de set de rodaje en cualquier película de acción, plasman la secuencia temporal del nuevo acto violento que es noticia. Relato de los hechos, de por qué y cómo decidió seguir retratando a Mevlut Mert Altintas con su chaqueta de vestir y su arma. Las fotos me siguen creando una sensación incomodísima. Algunas publicaciones hacen una corrección de color y el resultado es una pose magnífica, amplificada, con un aspecto a foto de Instagram que corta la respiración.
Esta disonancia cognitiva (foto de película pero su significante real, no es una escena ni un arma de atrezzo en Hollywood) tiene dos respuestas masivas en las redes: se coloca también con Photoshop a Marina Abramovic como si estuviera realizando su perfomance en la galería, o bromas variadas precisamente con Tarantino. Por otro, la exaltación a los cojones de Burhan por realizar esas tomas, seguir disparando su cámara aunque el atacante pudiera volverse hacia él y pegarle un tiro en la frente.
Las fotos muestran el pellizco del periodista, que también tengo. Es como un juramento hipocrático pero sin nombre. Por encima de ti está contar las cosas, grabarlas, fotografíarlas, sobre todo si te encuentras en el momento y lugar exactos mientras el hecho pasa ante ti. Me afecta ese detalle porque lo tengo en plena ebullición, porque hace tres años que no ejerzo a pesar de todos mis esfuerzos en repartir mis datos, porque lo estoy recordando (la otra vida) a medida que lo narro en el texto Bajo el árbol morado. Y porque he tomado una decisión para 2017 que no sé dónde me llevará. En principio, llevo sólo tres días y me está llevando a una aprensiva sensación.
He decidido fusionar la hiperrealidad de la pantalla, que se queda en una triste realidad disminuida (concepto de un post antiguo) porque estoy harta hasta límites imposibles. Y la cosa va a peor, no tiene perspectiva de retroceder. Cada día, la brecha aumenta unos puntos: esos redactores y columnistas que expresan sus vivencias particulares para extrapolarlas a la generalidad de la población, mientras otros hablan en general y se les acusa de vivencias personales irrelevantes. Los primeros son hombres, los segundos, mujeres.
Estoy harta porque en los trabajos de supervivencia estos tres años, casi todos promociones azafatiles diversas, me han seleccionado por experiencias anteriores en determinadas campañas (aunque fueran otros tantos trabajos de relleno, dos, cuatro días) y porque, en persona, parezco una mujer de 27 años teniendo 37. Nada más. NADA MÁS. Les hacía falta gente pringada o explotada y me han metido. Imagen.
Para 2017 se me ha ocurrido una página profesional completa, con currículo y todo eso (aún vacía, saramber.com). Llevo años pensándolo. La otra vez que lo planteé en serio ocurrieron dos cosas: que surgió este blog y que me enteré de la existencia de una periodista importante, con el mismo nombre y apellido, directora de un grupo de comunicación que se llamaba (llama) casi idéntico a uno donde he trabajado. Casualidad. Por supuesto, todos los dominios webs ya contratados.
Voy a cumplir 7 años haciendo lo importante con mi nombre literario Sara M. Bernard. Con ese nombre he conseguido que Google me tenga fichadísima, con el otro he conseguido desaparecer. Sin borrar datos, sin reclamar nada, no existo. Por tanto, no resulta creíble, supongo, mi manejo en las redes sin indicar cuentas ni blogs en ningún currículo de comunicación.
Es un auténtico hastío dar explicaciones de "Sara M. Bernard, nombre literario de ML" pero estoy cansada de esta tomadura de pelo en sociedad. Estos tres días retocando el diseño veo con desesperación el listado enorme de habilidades y capacidades. Veo también que en 15 años pasan de 20 trabajos distintos, sin contar las colaboraciones de un par de días, los trabajos puntuales de locución o edición de un vídeo y cosas así (irregulares, sin verdadero contrato) y sin contar tampoco esas cosas puntuales de azafata promotora en los períodos esperando algo de comunicación. La sensación de hiperrealidad es enorme. Incluso resumiendo y agrupando en períodos, quedan unos 12 puestos distintos. Tan grande es la mentira social que me planteo una nota políticamente incorrecta para aclarar esos datos: son los contratos temporales que me han ofrecido como joven profesional o las circunstancias de empresas insolventes, no que vaya saltando de puesto cada poco o que tenga algún problema como trabajadora. Que encima tenga que dar explicaciones para ahorrarme la suspicaz pregunta de por qué cambias tanto de trabajo, como si hubiera sido elección propia.
Tengo que apretar los dientes ante la desazón de esta hiperrealidad, como si no pasara nada. Pero pasa: soy de esos trabajadores en activo que ni siquiera llegan a mitad de mes.
Si hubiera estado en el lugar de Burhan, hubiera hecho exactamente lo mismo. Es un resorte difícil de explicar. Quizá lo que superficialmente se llama "vocación" periodística.
Pero ya lo sabéis. En el limpio mundo occidental de hoy, a las mujeres valientes y anónimas todavía no se les paga igual.

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