Historias de aeropuertos

Que uno tiene una edad ya es una de las pocas verdades incuestionables que rondan mi vida. El sábado pasado fui a despedir a unos colegas al aeropuerto después de estar dos días enteros de fiesta. ¡Dos días! Con lo que yo he sido carajo, y con dos días creía que mi cuerpo lo había aplastado toda la maquinaria de construcción de esta bendita isla. Ojeroso, haciéndome el macho con los amigos de Madrid, que también intentaban ocultar sus achaques y dolores de cabeza, les daba un abrazo a cada uno, y los mandaba ya a sus casas, cojones, que me tenían harto, mientras se reían de mis canas y de la barriga que me ha salido en los últimos años.

Mientras nos despedíamos, a mi lado había una chica que estaba muy buena, de unos 25-30 años, llorosa, diciéndoles adiós a unos padres que, desencajados, no podían creer que ese momento había llegado. Era morena, y muy tímida, una licenciatura y un intento de master, pero los ahorros se habían acabado, en paro desde hacía un año y sin posibilidad de encontrar un puesto. Me va a ir bien, me va a ir bien, les decía a los pobres padres que, contenidos, le sonreían y asentían con la cabeza. Y ella seguía llorando, así que muy convencida de la aventura no estaba.

La chica, finalmente, se saltó la cola, y regresó para darle sendos besos a su madre y a su padre, y volvió a la fila a esperar el control. Nada de líquidos,  ordenadores aparte, anillos, objetos de metal, cinturones,… la retahíla de la de seguridad que nunca había sonado a poesía, pero ahora menos.

Tal vez la chica no tenía ni licenciatura, ni master, ni nada, no tengo ni idea, y eso se lo pongo yo para darle veracidad a la historia. Lo que sí está claro es que buscaba algo mejor, y no lo encontraba aquí. Bajó la cabeza, y no los volvió a mirar, para no rajarse, para convencerse de que aquel era el mejor camino. El de la emigración.

Aún más destrozado me fui a casa, a pensar en la chica, y en que como la cosa siguiera así, el próximo sería yo.