Revista Literatura

Hojas secas, flores hermosas

Publicado el 12 julio 2014 por Netomancia @netomancia
Omarcito comenzó a pasar casa por casa a muy corta edad. Algunos dicen que a los seis años, otros a los siete e incluso no falta el que aventure que antes.
Sencillo para vestir, sin compañía alguna más que la del perro callejero de turno, de esos que siempre están dando vueltas por las calles, Omarcito golpeaba despacito cada puerta, con un ritual que todos recuerdan: cinco golpecitos rápidos y dos lentos, bien pausados. El sonido se convirtió, con el tiempo, en su carta de presentación.
En otoño e invierno, llevaba en sus bolsillos hojas secas rescatadas de las veredas, en primavera y verano, hermosas flores robadas de los jardines del barrio. Pero se trataba de Omarcito, el pequeño de cachetes gordos y pecosos, de mirada cálida y ojos claros, ese gurrumín al que todos conocían, pero del que nadie sabía nada.
Por las tardes, después de la siesta, se lo solía ver caminando con su sonrisa habitual y esos bolsillos abultados. Se detenía en cada casa y golpeaba la puerta. Guiñaba un ojo si veía a alguien asomarse detrás de la cortina y era inevitable salir a recibirlo.
Y a cada persona que le abría la puerta, Omarcito le tendía una hoja seca o una flor hermosa. La gente, enternecida, le daba una moneda a cambio y algún que otro más pudiente, un billete. El niño agradecía con una reverencia y sin mediar palabra, guardaba el dinero en el bolsillo trasero de su pantalón y seguía su peregrinar, silbando una melodía por lo bajo, cuyo sonido todos han olvidado.
Durante años, Omarcito fue nuestro visitante diario. Con sol, con viento, frío o lluvia, él siempre llegaba al barrio. Se lo vio por última vez cuando orillaba los doce años, según los cálculos que se hacían en conversaciones de esquina, entre hombres y mujeres que iban y venían del mercado.
Algunos, con los años, aseguraban haberlo visto en otros barrios de la ciudad, vendiendo diarios o haciendo changas. Decían, esas personas, que lo reconocían fácilmente por la sonrisa, sus pecas y los ojos claros. Siempre creí que se equivocaban, que Omarcito seguía siendo un niño y caminaba otros barrios, si, pero llevando como siempre, hojas secas en otoño, flores hermosas, en primavera.
No volví a verlo, hasta hace unos días. En realidad, no supe que era él hasta que descorrí la tela blanca que cubría su cuerpo. Allí estaba su rostro, ya crecido, pero con esos rasgos que durante tanto tiempo habían comprado nuestra simpatía. Estaba solo en la morgue y miré hacia todas partes, pensando que aquello era una broma. No podía ser Omarcito, no podía ser él. Su cuerpo estaba pálido y nada quedaba de la luz que parecía desprenderse en su andar.
Miré la mesa contigua y observé la caja, donde sabía, iba a encontrar sus prendas. No dudé ni un instante. Tenía que confirmar que era él. Con nerviosismo hurgué en busca de sus pantalones y mis manos, al encontrarlos, se movieron automáticamente hacia sus bolsillos. Cerré los ojos al sentir entre mis dedos las hojas secas, que parecieron desgranarse con el contacto. En los bolsillos traseros había monedas y billetes. Un gélido invierno recorrió mi cuerpo, estremeciéndome el corazón. De repente escuché cinco golpecitos seguidos de dos más, con una pausa intermedia.
Me quedé de una sola pieza, asustado. Supe que si giraba, vería a Omarcito sentado en la mesa de la morgue. Lo hice, giré a pesar del miedo. Sin embargo, no había allí más que un cuerpo de un joven cuya identidad nadie conocía, ya sin vida. Seguía acostado, semicubierto con una tela blanca.
Suspiré en el silencio de aquel lugar, siempre lúgubre y final. Más allá del pánico, me había aferrado a una esperanza. Hubiera besado aquel milagro. Pero no hubo nada. Dejé los pantalones donde estaban. Y preparé el cuerpo.
Antes de irme, volví a la caja, tomé una hoja seca a cambio de un billete de los grandes. Existen ritos que no deberían acabar nunca. Los Omarcitos de la vida, deberían ser inmortales. Al menos, para recordarnos que nosotros lo somos.

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