s hogares. Los menos afectuosos (más viles) les proveían de raciones envenenadas para purificar sus barrios. Los más pobres, sin embargo, seguían saciando su hambre con ellas. Los peruanos de la costa dejaron de admirar a los cuculíes, los detestaban. La presencia de alguno de esos espectros infundía rencor y violencia. El canto del cuculí, que en otro tiempo inspiró a muchos cantantes, poetas y pintores, se convirtió en el sonido más desafiante del criollo. Se oían en las escuelas a los adolescentes imitando el canto grave del cuculí, asustando a los más pequeños con historias impulsoras de miedo y desafecto, como cuando la pequeña Melanie me contó, alguna vez, en alguna de sus nochecitas de té junto a sus muñequitas, que los cuculíes se llevaban a los niños por las noches para convertirlos en uno más de su especie. Me reí. “Sí ya, Sebas”, se explicó ella, “por qué crees que cantan con tristeza”. – ¿Por qué? –pregunté sonriendo.
–No sé, pues. Por eso te pregunto –contestó.
Nos reímos juntos mientras nos bebíamos un sorbo más de agua cruda.*La imagen le pertenece al fabuloso fotógrafo: t.bianchi
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