Revista Diario

La amistad

Publicado el 24 abril 2011 por Alicia
La amistad
Todo empezó aquel mes de junio. El curso acababa de terminar con regalo doble: a la fortuna de haber tenido una alumna excepcional se añadía el presente que recibí de su parte. Era una plantita en una maceta de plástico transparente (luego me he enterado de que es necesario porque las raíces de la orquídea hacen fotosíntesis y es la manera de hacerles llegar la luz). Era una planta preciosa con tres o cuatro flores en sus espigados tallos y unas cuantas hojas recias de un verde oscuro junto a la base. Pinchada en la maceta estaba una etiqueta redonda en la que se podía leer la especie a la que pertenecía la planta y a su lado aleteaba una colorida mariposa de plástico animada por un resorte.
La miré con agradecimiento y temblé con la inseguridad de la que sabe de antemano carecer de los dones especiales para cuidar de una planta, y mucho menos con flores. Seguro que se marchitarían en un santiamén y observaría impotente como la planta se iría deteriorando a pesar de mis riegos. Como estaba en la escuela pregunté a mis compañeras cómo cuidarla y una de ellas, muy habilidosa, me dijo: 'mamá tiene una desde hace años. Creo que hay que ponerla detrás de un cristal donde le dé la luz y resguardarla del frío. ¡Ah! ¡se me olvidaba! ¡no la riegues demasiado!'.
La llevé a casa y la coloqué en la cocina tras el cristal de la ventana y allí tranquilamente se mantuvo durante un par de meses, al cabo de los cuales se perdieron las flores y me dije ¡esto es el fín!. La puse en la parte de atrás de la casa apenas la regaba convencida de que mi presagio se había cumplido. Sin embargo, de repente observé que una nueva primavera hizo que los tallos espigados se llenaron de botones que produjeron maravillosas flores de color violeta. Pensé que la maceta era demasiado pequeña para la potencia de semejante naturaleza y le pedí al jardinero que me la replantara en una nueva maceta. La que eligió era negra, pues ni él ni yo sabíamos que la planta necesitaba una maceta transparente que permitiera que sus raíces hicieran fotosíntesis. Pero aún así la planta volvió a florecer el año siguiente con la mayor explosión de flores hasta el momento.
Después vino la mudanza y, a falta de maceta transparente, la transplantamos en el interior de medio casco de una garrafa de agua. En su nueva ubicación, soleada y protegida, empieza a mostrar de nuevo sus flores. Ha pasado a ser un símbolo de verdadera amistad que perdura a pesar de las contrariedades, los problemas, las mudanzas y encuentra siempre el camino para terminar regalándonos esa belleza perfecta que se esconde entre sus pétalos.

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