Revista Diario

La caja de cerillas

Publicado el 09 septiembre 2010 por Saludyotrascosasdecomer
Braulio llevaba cuatro o cinco días más nervioso de lo habitual. Su hermana Francisca sospechaba que había dejado de tomar las pastillas. Dos metástasis del cáncer de pulmón le mordían la cadera izquierda y el esternón. Una le golpeaba duro en ocasiones la cabeza, como el puño de un boxeador incansable. Braulio caminaba con pasos cortos y en círculos, balbuceaba, se apoyaba en los muebles de la casa, cambiaba de sitio los libros en las estanterías y desordenaba la colección de bibelots que Francisca guardaba en el armario. Se sentaba en el sillón orejero que ocupaba el rincón más oscuro del salón y gritaba voy a prenderle fuego a esta puta casa con nosotros dentro, Francisca, ¿me oyes? Y se acabó. Nadie se va a quedar con lo nuestro, nadie, ¿me oyes?, nadie. Tranquilo, Braulio, aún es pronto para eso. Braulio farfullaba de acuerdo, amansado por la quietud de la hermana, y regresaba al silencio. De pronto un trueno hacía temblar el cielo y una metástasis arañaba la espalda de Braulio hasta obligarle a cambiar de postura, a levantarse, de nuevo a sentarse y un par de lágrimas mudas brotaban en sus ojos cansados. Aguanta, Braulio, aguanta, que no te vea llorar, pensaba Braulio orgulloso. Tres gotas gruesas como heraldos del aguacero se estrellaban en el cristal de la ventana y una tromba de agua caía sobre la ciudad. Braulio se levantaba, inquieto, abría los cajones, apresurado tiraba los búcaros al suelo, cerraba con violencia las puertas de los armarios y algún cristal saltaba en pedazos. Otro trueno, después luz y otro zarpazo, esta vez en el pecho. Entonces las tejas cedían al empuje del agua que empapaba el aislante y anegaba los poros de la escayola hasta rezumar en el techo. Francisca aparecía en la puerta del salón con un par de barreños en las manos cuando los charcos empezaban ya a agrandarse en el suelo de azulejos. Braulio, al fin de su búsqueda, encontraba la caja de cerillas detrás de la televisión. Ignorando el tercer zarpazo raspaba el fósforo contra el papel de lija, una vez, dos, tres, cuatro hasta quebrar el palo de la cerilla. Dos gotas caían del techo a sus hombros, una más lo hacía en su frente y se deslizaba por el ceño y más abajo a la derecha de la nariz hasta la comisura de unos labios pálidos y agrietados. Incapaz de encender la chispa, las manos crispadas, una gota inutilizaba el fósforo de la segunda cerilla que aferraban sus dedos. Entonces un cuarto zarpazo en la cadera le derribaba en hinojos, la caja caía al suelo y las cerillas se esparcían en abanico por todas partes antes de detenerse presas del agua. Francisca colocaba estratégicamente los barreños bajo la lluvia interior. Después, ya en pie, miraba a Braulio con tristeza. Su hermano lloraba en silencio con las palmas de las manos apoyadas en las rodillas. Braulio vencido de nuevo. Braulio derrotado por la tormenta.

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