Revista Literatura

La doble barrera (John Hawkes II)

Publicado el 24 julio 2012 por Sara M. Bernard @saramber

Anodino, difuminado y simple. Ha costado verdaderos esfuerzos encontrar más información sobre John Hawkes (el novelista) porque todo lo ocupa John Hawkes (el actor). Del Hawkes de carne y hueso. Profesor universitario durante décadas y asmático. Y poco más. Por fin un loco normal, POR FIN. Ni cuernos, ni puteríos, ni sífilis, ni alcoholismo, alucinógenos o suicidio. Quizás era muy discreto para esas cosas o que no hubo nada de eso. Creo que la solución es muy sencilla, todos los niños con problemas crónicos de pulmón acabamos con una imaginación suprahumana; al fin y al cabo, ¿no era que los yonkis también utilizaban los jarabes para la tos? Así empiezan las pesadillas. Es una teoría personal.

La doble barrera (John Hawkes II)

"El Caníbal no es difícil en absoluto, es PERFECTO." libresparanada.blogspot.com.es/2012/07/creati... Muy grande, @saramber. "Johnny, la gente está muy loca."
- Libros del Silencio (@libdelsilencio)julio 23, 2012

Bien. Mal. ¡Joder! ¡Ah!
Por dónde iba... era algo personal...
Sí. Buceando en El Caníbal, Hawkes trabajó de conductor de ambulancias en los últimos días de la II Guerra Mundial. Muchos han visto, vivido y sobrevivido a guerras. Pero sus relatos se alejan bastante de lo que salta en este libro. Ficción inversa. La de los puñetazos en el estómago: todo un mundo de ficción y personajes inventandos, que acaban por ser más realidades que una crónica periodística del propio suceso.
Busqué imágenes que encajaran en mi ciudad de Spitzen-on-the-Dein. Las fotos del bombardeo de Dresde (últimos días de la II Guerra Mundial, qué curioso) parecen del Caníbal. Torres, y escombros, y carros tirrados por caballos. Y cadáveres.
Dos fotos en concreto colmaron el vaso. La de una estatua de mujer (rodeada de cadáveres) de medio perfil: el contorno exacto de uno de los dibujos de ayer.
Otra, de un cadáver chamuscado de mujer, con pelo largo.
Tranquilos, no pongo el enlace, esta vez no.
Pensé: Gerttra, diminutivo de Gertrude (como si supiera alemán de toda la vida, vamos). Gertrudis. Nombre que significa "venablo, lanza" (la estatuta alzaba un brazo con una lanza).
A ver, apellidos: Gertrude Stein. No, esa existió. Gertrude Novalis. No, Novalis también existió. Ambos poetas. El segundo, alemán, para más coincidencia. Mmmmf. ¿Steinen?
Mmmm. Ok.
Después del empacho situacional, hagamos un experimento a ver qué sale. Y salió este folio. Hawkes me está matando y todavía quedan doscientas no sé cuántas páginas más.

(Es CTRL+C del OpenOffice y ni siquiera lo he releído. Así que las faltas de concordancia y erratas pueden ser brutales. Aguantáos con esta bazofia, ya iré corrigiendo. De hecho, es que ni me lo voy a leer, a la mierda).

[...] Las manos echan tufo a lejía. Los dedos pegados sobre la nariz y los labios, chupando las uñas, traen ese olor de esclavitud. Gertta lleva siete horas seguidas doblando manteles, fregando otros, limpiando restos del suelo, rascando con las uñas, pasando un trapo sucio por los retretes llenos de mierda ajena hasta dejarlos relucientes. Con olor a limpio de lejía perfumada.

En sus manos, la lejía huele a muerte. Es sábado por la tarde y debería estar ya en casa, atendiendo a su criatura de tres años que ya empieza a preguntar, con voz adulta, por qué no pasa más tiempo con ella. ¿Dónde está mamá todo el día? ¿Es que no me quieres? ¿y por qué tienes que trabajar fuera?

Gerttra ve unas pálidas mejillas ya cargadas de anemia en ese espejo maldito que acaba de limpiar. Los mechones retorcidos que sujetaban el resto del pelo se han salido del sitio, miles de puntas disparan aquí y allá. Los ojos tienen un color violáceo que es el reflejo de los huecos que casi le alcanzan media cara. Está muy cansada. Hoy no puede más, crujidos en las articulaciones, tensión en cartílagos y músculos de los que le encantaría conocer el nombre. Ser sabia. Poder leer más. Y dar clases, algún día. Allí se ve Gerttra, profesora Gertrude Novalis, con una brillante chaqueta de lana nueva, zapatos de medio tacón y medias perfectas (sin roturas, de buena calidad). Llevando un pesado montón de libros y una libreta con hojas de líneas azules. Saca de un bolsillo de la chaqueta una maravillosa pluma estilográfica. Cien personas esperan sentadas.

Profesora Gertrude se quita la chaqueta y la coloca en la silla. Deja el montón de libros, revisa un par de ellos, coge el montón de folios ya escritos, guardados entre la página 235 de ese volumen con las tapas de cuero azul oscuro y letras doradas.

Son sus apuntes, esa maravillosa caligrafía que siempre tuvo, propia, única.

Mira confiada al auditorio, su auditorio, y con voz tranquila comienza la explicación de la lección diaria. Todos prestan atención. Copian apuntes. Copian sus palabras. Aprenden de ella, por que ella sabe. Y sabe. Y su mente es amplia, sin fronteras, no como este cuarto apestoso donde los señores con dinero ponen su culo para que los perros vengan a limpiar.

Perros que se arrastran en el fango, sucios, con chinchorros como tomates y garrapatas y pulgas ávidas de cualquier tipo de sangre. Ya no piden comida, atacan si es preciso, secuestran niños. Aúllan como lobos, muertos de hambre. Una noche Gerttra se cruzó en el camino de una bestia-perro que despedazaba con sus dientes unos restos de bolsas de plástico y papel, a media calle de su hogar. Se veía la parte blanca de sus ojos, esa que nunca se ve a menos que el animal esté fuera de sí. Los ojos de Gerttra, esa noche, eran lo opuesto: por completo negros. Su parte blanca (¿cómo se llamaría? Debía tener un nombre médico) se había cubierto de negro. Gerttra empezó a reír y el sonido detuvo en seco a la bestia, sorprendida ante una reacción ni de miedo, ni de agresividad para espantarla. Quiso correr hasta su casa y sacar al monstruo de los brazos de la vecina; dárselo a aquel perro y que estuviera alimentado. Y nunca más saber nada de cosas mundanas, volver a su vida, tener su vida, seguir estudiando, viajar y huir de aquel lugar apestoso.


Pero la cobardía le dio un pinchazo al corazón. ¿Cómo iba a hacer eso? El momento de duda duró un segundo. Al pestañear, el perro fantasmal había desaparecido en silencio. Otra oportunidad perdida.

Oportunidades que nunca desaprovechaba Steinen: la patrona siempre tenía un hueco para ridiculizarla. Aquí falta otra pasada. Allí sigue una mancha puerca, a la vista de los clientes. Recoge esos manteles. Aquel no está bien planchado. Pasa la fregona al piso de arriba, ¡vamos, qué te pasa! ¡tendría que estar hecho hace una hora! Maldita vaga.

La misma habilidad que desplegaba encontrando fallos por todas partes servía en la evasión de los jornales. Rápida como los perros asquerosos de la calle, nunca estaba, había salido, o llegaba media hora tarde para entregar los sueldos semanales de sábado noche. Media hora más de trabajo, sonreía para sí.[...]


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