Revista Literatura

La leyenda del shinobi de Chimbacalle

Publicado el 28 mayo 2013 por Kirdzhali @ovejabiennegra
Hattori Hanzō, a pesar de lo que dicen las malas lenguas, no asaltaba a nadie en Chimbacalle.

Hattori Hanzō, a pesar de lo que dicen las malas lenguas, no asaltaba a nadie en Chimbacalle.

Cuando Hattori Hanzō cruzó Iga junto al futuro sogún Tokugawa Ieyasu en 1582, no pensó que casi quinientos años después surgiría en Sudamérica una nueva casta de guerreros que dicen ser los depositarios de sus técnicas.

Estos ninjas modernos viven ocultos y son parte de una sociedad tan hermética que casi nadie ha tenido la fortuna de conocerlos (es que POCOS revisamos los anuncios clasificados del diario El Extra, donde usualmente su escuela oferta cursos).

En efecto, un día que yo acometí la enriquecedora tarea de leer aquel periódico, mis ojos, luego de pasar por las turgentes partes del cuerpo de una modelo guayaquileña que confesaba estar enamorada de los “morenos sabrosones”, recayeron sobre un anuncio pequeño que, en negritas, decía: “APRENDA 11 ESTILOS DE COMBATE EN 11 DÍAS. Academia de ninjutsu El Hattori Hanzō de Chimbacalle.”

Quizá porque aún no conseguía recuperarme de la conmoción que me ocasionaron las confesiones psicosexuales de la modelo, mi cerebro no fue capaz de procesar bien la información, provocándome una exaltación rayana en la epifanía: ¡debía estudiar con ellos!

Al día siguiente, tomé un bus y atravesé la ciudad de cabo a rabo con la idea de que el horroroso tráfico, el sol canicular y las dos horas de viaje no solo valían la pena, sino que formaban parte de mi entrenamiento como guerrero.

Al llegar a Chimbacalle, lo único que hallé con relativa facilidad fueron las instalaciones del periódico El Comercio; por lo demás, de la escuela de artes marciales nadie había escuchado.

Sofisticada lectura. Nótese la abundancia de citas de grandes pensadores y los suplementos dedicados a la cultura y el arte.

Sofisticada lectura. Nótese la abundancia de citas de grandes pensadores y los suplementos dedicados a la cultura y el arte.

Estaba a punto de claudicar, cuando un muchacho de no más de doce años apareció de la nada dispuesto ayudarme en mi búsqueda. Al principio dudé, pues, en un acceso momentáneo de paranoia, creí ver que guardaba un picahielos bajo su camiseta.

Sin embargo, arriesgándome, dejé que el niño me condujera hasta el portal de una tienda de discos piratas.

— ¡Aquí es!

Estaba seguro de que me tomaba el pelo porque lo único que había allí eran películas pornográficas.

— Entre, en serio es aquí – afirmó –; el maestro Gualotuña siempre nos dice que no debemos juzgar al caramelo por la envoltura.

Subyugado por ese aplastante aserto, obedecí y juntos, mi guía y yo, sorteamos una serie de estantes donde se alineaba toda la filmografía del porno mundial: japonés, alemán, francés, estadounidense, soft, hard, gorno

Al fondo del local, franqueamos una puerta mal pintada, encontrando finalmente un dojo cuyo tatami alguna vez fue café y ahora solo era sucio; sobre él, un individuo de unos veintidós años meditaba en posición de loto, al tiempo que los ojos de Rafael Correa y Jean Claude lo miraban desafiantes desde dos pósteres pegados en la pared de atrás.

El niño lo llamó con mucho respeto y la única respuesta que obtuvo fue un gesto para que guardase silencio.

— Tenemos que esperar, el maestro Gualotuña se pone bravo si le jodemos cuando está llegando al Nirvana.

Me puse a reflexionar en silencio mientras aguardaba mi turno para ser iluminado. Una hora más tarde, luego de que la humedad de la escuela me desató la rinitis y de que un par de clientes, que habían ido a comprar pornografía, interrumpieron el sagrado ensimismamiento del ninja, finalmente conversamos.

Me dijo que la tarifa era de quince dólares mensuales, además de un monto de treinta que se debía pagar una sola vez como inscripción; también explicó que su disciplina era férrea y que, de vez en cuando, me vería obligado a realizar ciertos “trabajos” en el mercado de San Roque como parte del entrenamiento.

— No te asustes – me dijo –, no se trata de robo, estamos cobrando deudas justas y nunca estarás solo, siempre mando a mis guerreros juntos, por si acaso.

La leyenda del shinobi de Chimbacalle

Uno de los pósteres que presidía la sala de entrenamiento. La leyenda rezaba: “El firme cuerpo de la Revolución”.

De pronto, un ruido que provenía del local de películas porno nos hizo despertar de nuestro éxtasis místico. El maestro Gualotuña y su alumno salieron del dojo; escuchándose, en seguida, discusiones, gritos.

Movido por el miedo y la curiosidad, me asomé y pude ver a un sujeto escuálido y mal encarado que increpaba al ninja porque, según afirmó, este había tenido un affaire con su esposa mientras él estaba de viaje en Otavalo.

Las argumentaciones del maestro no fueron suficientes para el marido y en un abrir y cerrar de ojos se desató una pelea. Yo imaginé que iba a asistir a una escena de alguna película de Jet Li, pero no fue así: Gualotuña y su discípulo quedaron fuera de combate en menos de dos minutos. El agresor, insatisfecho, se dedicó a derribar todo lo que estaba a su paso y transformó la tienda en la ruina de un castillo japonés.

Cuando el silencio volvió a reinar en el lugar, me atreví a salir del dojo y pasando sobre las películas pisoteadas, los estantes caídos, los vidrios rotos y los luchadores heridos, me marché de la tienda sin mirar hacia atrás por miedo a que las Valquirias apareciesen  y, confundiéndome con un guerrero caído, me llevaran al Valhalla.

¡Estos guerreros (análogos a los de Chimbacalle) a cualquiera le inspiran miedo!

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