Revista Literatura

La mujer del autobús

Publicado el 30 agosto 2010 por Tiburciosamsa

La mujer que subió al 67 en Bukit Timah llevaba un escote excesivo para lo poco que lo llenaba. Iba vestida de una forma que quería ser provocativa, aunque no tanto como para hacer pensar que por las noches trabajaba en Orchard Towers o, peor aún, que por las mañanas hacía las calles en Geylang. Pero tampoco parecía la típica ama de casa que regresa el domingo por la noche después de haber estado comprando en Plaza Singapura.
Rajiv la estuvo mirando largo rato. La mujer era de raza china y estaba en ese lado de la madurez donde uno todavía puede atribuirse el adjetivo de “joven” sin ruborizarse. Pero le quedaba poco de eso. Rajiv no se preguntó si ese pelo tan negro estaría teñido ni si ese vestido tan ceñido no se lo habría embutido a base de una faja y mucho esfuerzo. Llevaba diez meses sin hacer el amor y sólo pensó que esa mujer tenía dos tetas y un agujero.
Por la noche soñó con la mujer. Estaban los dos en un dormitorio que era como el de la película que había visto aquella tarde. Vestía el mismo traje y esta vez sí que llenaba el escote. Le bajó uno de los tirantes. Se despertó y al momento sintió la erección. Era más que una erección, era un deseo de explotar.
Se bajó de la litera con rapidez. Avanzó a tientas en la semioscuridad de la habitación. Salió al pasillo. Aunque la luz era macilenta y no había nada, lo recorrió medio encorvado, avergonzándose de su erección.
El baño estaba al final. Se encerró en uno de los cubículos. Se bajó los calzoncillos. Apenas hubo puesto la mano en el pene, vino la descarga. No fue placer lo que sintió, sino alivio, una especie de alivio animal, algo parecido a la vez que fue al dentista y la muela cariada salió de repente tras un forcejeo de quince minutos. Se subió los calzoncillos y salió del cubículo. Probó uno de los lavabos. No había agua. Probó dos o tres más. Nada. Volvió a cubículo y se limpió la mano con papel higiénico. Por más que frotó le quedó una sensación pegajosa y desagradable en la mano.
Al otro domingo no quiso ir con Kumar y Manmohan a comer paneer y pollo a la mesala en Little India. Se levantó muy temprano para esquivarlos. Cogió el 67 y se bajó en la parada del MRT de Litlle India. Allí cogió el metro a Chinatown.
Nunca había visitado aquella parte y le pareció como si estuviese en otra ciudad. La aglomeración, los vendedores chinos llamando a los turistas a sus tiendas, el ruido de los mil juguetes “made in China” que se vendían en los puestecillos, se sentía desorientado. Al final de Pagoda Street divisó el tejado de un templo hindú y allí se dirigió. No es que tuviese muchas ganas de rezar con la de pensamientos que circulaban por su cabeza, pero al menos era algo conocido.
Deambulando por el templo, probó a decirse que la decisión no estaba tomada, que había venido a Chinatown para conocerlo, no para meterse en un masaje en un sitio donde nadie le pudiera reconocer. Quiso pensar que no estaba allí después de toda una semana en la que no había podido olvidar a la mujer del autobús y su sueño con ella. Miró en derredor y le pareció que la estatua de Ganesha le contemplaba con picardía, como si le dijese “a mí, tú no me engañas”.
Eran las doce cuando salió del templo. Anduvo un rato más por las calles, tratando de no pensar en nada, tratando de reprimir la erección que le había venido ante la expectativa de lo que ocurriría después. A la tercera vez que pasó delante del letrero que decía “Thai Sensual Massage”, respiró hondo y entró.
Le recibió una mamá-san entrada en años que le invitó a descalzarse y a continuación le tendió un cartel con los precios. Rajiv advirtió de que era más caro de lo que había pensado. Y también habría que contar con la propina para la masajista. La mamá-san le observaba con ¿curiosidad? ¿prevención? ¿extrañeza? Incómodo señaló al servicio más barato de todos, “masaje tailandés, 30 minutos.” La mamá-san dijo algo en thailandés y apareció una mujer bajita y regordeta. Llevaba pantalones cortos y la camisa desabrochada un botón más de los necesarios. Mientras ella le conducía al cuarto del masaje, él sólo podía pensar en su canalillo apenas entrevisto y en sus piernas.
Dos veces le tuvo que indicar por gestos que se desnudase. Pidió un pijama o algo para cubrirse, pero ella no le entendió o acaso le entendió, pero no le hizo caso. Sobre la colchoneta había una toalla. Se la enrolló a la cintura como pudo y se quitó los calzoncillos. Se tumbó boca abajo y se medio cubrió la cabeza con los brazos. La vergüenza y la excitación se alternaban en su cerebro y se preguntó por unos momentos si no habría estado mejor comiendo con Kumar y Manmohan pollo a la mesala.
Empezó el masaje, pero apenas sintió las manos de la masajista sobre su piel. Puede que la masajista no estuviese esforzándose lo suficiente o puede que él estuviese tan concentrado en lo que le ocurría más abajo del ombligo que no prestase atención a lo que pasaba en su espalda.
La masajista le dio una palmadita en el hombro y con un gesto de la mano le hizo comprender que tenía que darse la vuelta. Se giró. La erección formaba una montañita a la altura de sus caderas. La masajista puso su mano en la cima de la montañita y le sonrió con picardía.
- ¿Special?
- ¿How much?
La masajista le mostró cuatro dedos. No había esperado que costase tanto. Seguro que le estaba timando. Quería regatear, pero la urgencia era cada vez mayor. La masajista volvió a mostrarle los cuatro dedos. Sabía que era un robo. Le latían las sienes, le latía todo el cuerpo. Asintió con la cabeza.
Mientras la masajista le deshacía el nudo de la toalla, tendió las manos hacia ese canalillo que no se le había ido de la cabeza en los últimos veinte minutos. Ella le apartó las manos. “No sex. Only hand-hand”. Intentó explicarle con gestos desesperadamente que al menos se desnudase y le dejase tocarla. “No bumbum”, decía la thailandesa con aire enfadado. Su mano ya estaba subiendo y bajando rítmicamente. A la tercera vez que hizo el movimiento, él se corrió.
Salió del mensaje con la misma sensación que tuvo cuando recibió su primer sueldo en Singapur y descubrió que lo que le habían dicho en Madras era mentira. Le dolió que le hubieran estafado y le dolió pensar que ese mes enviaría setenta dólares menos a casa. Al menos ya no sentía la urgencia de hacía un rato en el bajo vientre, pero eso no era consuelo.
Dos días más tarde su hijo menor se ahogó en la poza que había detrás de casa. Rajiv no se enteró hasta cinco días después, que era su día libre y había ido al ciber café. Apenas leyó el email que le enviaba su tío se puso a llorar sin tapujos, con la misma fuerza que las plañideras de su pueblo habrían puesto en el funeral de su hijo. El encargado del ciber se le acercó y le pidió que se callara o se fuera a la calle. Pagó la sesión y salió.
Compró una botella de medio litro de güisqui barato fabricado en China y se sentó en el césped que hay junto al MRT de Little India a llorar y
a beber. Sentía que había una conexión entre la muerte de su hijo y la paja que le hizo la masajista. Estaban relacionados. Algún tipo de castigo divino o que el karma funciona así, un rato de placer y un universo de dolor después.
Entontecido por el güisqui se durmió poco después de que hubieran encendido las farolas. Entonces soñó otra vez con la mujer del autobús.

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