Revista Literatura

La necesidad de la noche

Publicado el 23 julio 2011 por Netomancia @netomancia
Los fuegos artificiales estallaban sobre sus cabezas, obligándolos a no quitar los ojos de tremendo espectáculo. Alrededor, un mundo de gente se apiñaba en torno a la calle principal de la ciudad. Por encima de las risas, los gritos de euforia y los diálogos en voz alta para hacerse entender, reinaba la música. Melodías festivas y alegres, que invitaban a bailar hasta el fin del mundo.
Las mujeres eran osadas y vestían ropas tan sueltas como escasas. Los hombres se deleitaban con ellas, mucho más que con los fuegos de artificios, tejiendo en sus mentes soñadas aventuras. Nadie estaba quieto, nadie podía. Los grupos se desplazaban de un lado a otro, los turistas se confundían con los lugareños, era una masa uniforme caracterizada por la diversidad de colores, de voces y formas de demostrar la felicidad que envolvían sus cuerpos.
A lo largo de la avenida, la numerosa cantidad de bailarines vestidos de una misma manera presagiaban el inminente comienzo del desfile de las comparsas. Algunos comenzaban a despejar el escenario de asfalto y buscar ubicaciones lo más cercanas posible. El cotillón parecía tener su propia fiesta: los frascos de espumas se vaciaban por centenares, el papel picado brillante volaba por el aire como copos de algodones y las máscaras ocultaban fugazmente los rostros felices de miles de personas, contagiadas por el clímax de la noche.
A doscientos metros los primeros indicios de una de las comparsas despertó los alaridos de la muchedumbre. Algunos jóvenes aprovecharon el momento para abrazar con más ímpetu a sus acompañantes de turno, en algunos casos sus novias, en otros no. Donde la vista se posara, había gente besándose. En lugares más apartados, incluso iban más lejos. La noche era una fiesta, todos lo sentían así.
La primera comparsa exhibió la sensualidad de sus mujeres, el físico imponente de los jóvenes y la algarabía de una noche que muchos deseaban, no acabara jamás. Los miles de presentes adoraron de inmediato a sus dioses paganos rindiendo los tributos más atrevidos. El alcohol duplicó su apuesta y las explosiones en el cielo alcanzaron su máximo esplendor.
En medio de tanta danza, erotismo y desenfreno, se escucharon gritos de tintes lejanos a la felicidad. Pero entre tanta exhuberancia de alegría, pasaron inadvertidos. Eran portadores de los mismos, ancestrales fantasmas del reino de los caídos. Habían despertado del letargo, como cada año, llamados por el rito de la zamba, de la libertad del espíritu, del anhelo de la vida. Llevaban sus propias máscaras, todas ellas tristes, de rasgos inexpresivos y carentes del brillo de la vida.
Se mezclaron entre la multitud cargando con la tristeza y la opresión sobre los hombros, intentando volcarla sobre esos seres fuera de si, descontrolados.
Como cada año, hicieron el esfuerzo. Lograron atraer a unos pocos, volverlos violentos, acercarlos a la sangre. Pero no los suficientes como para avivar el fuego de la maldad.
Los dioses paganos tenían más fuerzas en cada oportunidad, porque la raza necesitaba del desahogo, de esa forma de primitiva alegría, de la celebración aunada de las almas, de la felicidad colectiva, el deseo de la carne, de la belleza, de tocar el cielo con las manos, de tomar cada uno de esos fuegos de artificios y arrojarlos contra la nostalgia, los errores, los momentos equívocos, y borrarlos, dejándolos en el olvido, del otro lado de la máscara, aunque sea por una noche, lejos del bienestar que envolvía cada poro de la piel.
Entonces, la noche de carnaval, triunfaba una vez más.

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