Revista Diario

La paranoia de Kovayashi

Publicado el 08 diciembre 2010 por Blopas

Esta es una anécdota en partes: la 24a en la saga del Dr. Kovayashi.

Breve regreso al hogar | Continuará…

A las 17:00 h, un dedo impertinente sobre el timbre pudo más que la calma espiritual que el Doctor había alcanzado en cincuenta minutos de lectura en el sofá. Descalzo para no meter ruido caminó hasta un punto en el escritorio desde el cual podía observar (sin ser descubierto) el porch de la puerta de calle reflejado en una serie de espejos que él mismo había colocado estratégicamente. Si hubieran sido los evangelistas de siempre se los habría sacado de encima con un par de puteadas, pero esa vez se trataba una pareja de oficiales de la Federal, con sus uniformes azules, machetes, pistolas reglamentarias y patrullero. “¿¿La cana??”, se preguntó. El timbre sonó dos, tres, cuatro veces. No había otra alternativa más que abrirles y colaborar con ellos como cualquier buen ciudadano.

Durante los quince días que siguieron a la batahola, el barrio vivió una calma digna de otros tiempos. La primavera había asegurado el verde y el olvido, los chingolitos iban y venían entre el asfalto y las ramas, y como el tránsito era escaso, el eco de su canto tardaba en evanescerse. Así como en las siestas provincianas, el barrio disfrutaba de una mansedumbre en la que todo parecía ocupar pacíficamente su lugar, aun las fajas de clausura alrededor de la casa de Rómulo.

_ “¿Kovayashi?” preguntó el policía viejo antes de pasar al living. El segundo, más joven y parco, apenas levantó las cejas.

El Doctor había retomado su trabajo en la Facultad, donde pasaba horas y horas encerrado su oficina. Había colgado en su puerta un cartel que recomendaba “Antes, piénselo”. No era garantía de soledad per se, pero al menos le permitía concentrarse por lapsos interesantes en la marcha de sus experimentos, en la corrección de tesis, en la evaluación de proyectos y manuscritos, en dribblear las mesas de examen de fin de año y en leer los cientos de miles de emails atrasados. De esta manera, los días se le escapaban uno tras otro como bolitas de mercurio entre los dedos. Llegó a trabajar más de 14 horas por día, desde la madrugada hasta la noche, y esa alienación le había fortalecido un poco su alicaída entereza. Si bien el recuerdo de los hechos que desembocaron en la muerte de Scalisi parecía estar definitivamente soterrado en su cerebro, no era ni por asomo el caso de la trágica muerte de su vecina ni el de la imagen de Rómulo en el piso, que se le aparecía una y otra vez como un alma en pena. “Tal vez tendría que haber hecho algo más por ellos”, se reprochaba a menudo, y cuando sentía que la culpa le dolía como un martillazo en el esternón, encontraba alivio y justificación al pensar que W. “bien podía haberse tomado la pastillita y dejado de romperle las pelotas a medio mundo.”

_ “Esos dos eran escoria. El loco de la ballesta nos evitó el trabajo sucio, pero estamos seguros de que no actuaba solo. Mató a la mujer, que únicamente tenía un cuchillo. El masculino occiso portaba un 38 con el cargador lleno. Obviamente, no llegó a disparar; alguien le cortó el cuello con un elemento cortante. Todavía no encontramos ni a la segunda persona ni al arma, pero estamos en la pista. Es cuestión de tiempo…”

En rigor de verdad, ciertos giros de su personalidad y de su humor habían experimentado cambios muy notables. El contacto con otras personas le generaba una ansiedad urticante, su rostro ya no admitía más sonrisas, y sus respuestas sabían agrias como un trago de leche fermentada. Resignados a prescindir de sus consejos, sus tesistas de posgrado lo maldecían por lo bajo en los pasillos; ignoraban, por el contrario, hasta qué punto Kovayashi los despreciaba a ellos. “Vayan a tomar la teta, idiotas, y no vuelvan hasta que no le hayan tajeado el gañote a algún pobre tipo, hasta que no sean asesinos y la culpa los carcoma como a Raskolnikov… o hasta que no puedan resistir no volver a hacerlo.” Así pensaba el Doctor mientras respondía mecánicamente sus emails.

_ “Su detención es prioridad porque representa una amenaza. Creemos bastante probable que vuelva a atacar”, afirmó el segundo oficial, que había callado hasta ese momento. Kovayashi indujo que su rol no era hablar. Había observado cada palmo del living como buscando algo cuya forma desconocía.

La nueva personalidad le brindaba a Kovayashi un escudo tras el cual proteger su terrible secreto. Era muy selectivo en cuanto a quiénes le permitía ver algunas de sus facetas (las más intrascendentes) y guardaba para sí los sentimientos más profundos. No faltaban en su entorno inmediato quienes se preocupaban genuinamente por su salud mental, pero sus preguntas, muchas veces insistentes, no tenían otro efecto más que agudizar su desconfianza en la gente. Hubiera querido ser religioso para descargar en algún dios su congoja, pero había llegado muy tarde al reparto de fe. En los últimos meses había aprendido las bondades de la negación y la desconfianza, y había logrado practicarlas de una manera tan apasionada y salvaje que sentía un inmenso orgulloso de sí mismo. “Si esto era ser paranoico, entonces psicólogos, psiquiatras y psicochantas: váyanse a cagar… ¡todos juntos!”

_ “Ya sabe, Doctor, cualquier cosa que vea o escuche, por más insignificante que le parezca, nos avisa. Olvídese del 911, llame acá… Subcomisario Sosa.” El oficial verborrágico dejó sobre el sillón un volante impreso con los nombres, cargos y teléfonos de la seccional. Presto, Kovayashi los escoltó hasta el patrullero y permaneció en el cordón hasta que doblaron en la esquina y desaparecieron. Recién en ese instante pudo relajar los hombros. ¿Lo habrían notado los canas? En ocasiones podían ser muy perspicaces. Luego miró hacia la ventana de Scalisi y le bastó con ver allí a los nuevos vecinos para saber que lo habían estado espiando, y que para disimular agitaban estúpidamente las manos como despidiendo un tren en el andén. ¿Cuánto habrían visto esos dos?

El grado de paranoia de Kovayashi era superlativo, y hasta cierto punto era comprensible que determinados sucesos, como la visita de los policías, sirvieran de combustible para el motor de sus delirios. ¿Qué significaba este repentino interés de la cana en un caso que ya estaba cerrado? ¿Por qué sólo habían hablado con él? ¿Qué buscaba con tanto afán aquel oficial? Asimismo, la presencia de Feather y Teller en la ventana de enfrente lo intranquilizaba… ¿Qué tenían que andar espiándolo? Descubrió que sospechaba de ellos y que le caían particularmente mal, aunque aún les debía una visita de cortesía como flamantes integrantes de ese loquero en el que se había convertido el barrio.

Esa noche, el Dr. Kovayashi se despertó sobresaltado exactamente a las 3:47 AM. Rómulo se le había aparecido en los sueños, llamándolo con un ademán de manos. “Mañana iré a verlo al hospital”, dijo para sí en la cocina mientras bebía un vaso de leche, cinco minutos antes de regresar a la cama y treinta antes de dormirse profundamente.

 


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