Revista Literatura

La pintura fantasma

Publicado el 10 mayo 2016 por Eduardo Ferrón @eduardoferron

Capítulo 1: La pintura fantasma

Los flashes en las cámaras destellaban uno detrás del otro en el rostro sonriente de Freeman. Era una lucha encarnizada por capturar la imagen más lustrosa de sus dientes y, por otra parte, la de unos ojos que no se amedrentaban ante la falta de escrúpulos de aquellas luces cegadoras. Todo lo contrario, sus ojos brillaban como lunas y le dibujaban un rostro de niño, uno que disfrutaba de un buen espectáculo de circo.

Luego llegaron las preguntas.

—Dígame, detective, ¿cómo supo que los niños se encontraban en el sótano?

Freeman, ajustándose el nudo de la corbata, responde:

—Era elemental.

—La policía reporta que ya había revisado ese edificio en varias ocasiones, ¿qué le hizo volver para revisarlo de nuevo?

—El departamento de policía seguía otras pistas cuando lo hizo —responde Freeman, dando énfasis a la última palabra—, así, una vez que deduje que los Coleman habían ocultado evidencia de conocer a los niños y debido a su trabajo como psicólogos itinerantes en la escuela, me resultó claro que no hacíamos la pregunta correcta.

—¿Y cuál era la pregunta correcta?

—Ahí lo elemental del asunto: ¿dónde los escondían?

—Arturo Ceballos del Post —dice un hombre regordete haciéndose escuchar entre otras decenas de preguntas—, ¿por qué el sótano?

—¿Y por qué no? —responde Freeman, mostrando una sonrisa aún más grande.

Jones, que hasta entonces había permanecido oculto detrás de una columna y sin decir una palabra, se ajusta las solapas del abrigo y sale del edificio azotando la puerta tras de sí.

Viviana le sigue de cerca, no sin antes reparar en que nadie ha notado la rabieta de su jefe. Ya en el auto, le pregunta:

—¿Qué te molesta más, que tenga las cámaras encima o que haya tenido razón?

—No tiene más razón que el sol cuando asoma por esa colina todas las mañanas.

—Pero la tiene, ¿sabes?

—O parece que la tiene.

—Además, sabes que la inclinación del planeta y su trayectoria al rededor del sol ocasionan que este último no salga en el mismo lugar preciso todas las mañanas, ¿verdad?

—A callar —refunfuña Jones y entierra el rostro en el abrigo.

Viviana sonríe, maneja ahora por las calles desiertas de la ciudad en un domingo por la mañana.

Han pasado varias semanas desde entonces. En el escritorio de Jones se apilan los periódicos con títulos sensacionales, alabando la genialidad del nuevo detective. En uno de ellos la foto de Freeman tiene dibujados con marcador permanente unos bigotes y también unas cejas tan grandes, que se curvan y tocan su frente.

La puerta no ha sonado en una semana, pero ahora alguien la golpea como si su vida dependiera de ello.

Jones está muy ocupado construyendo un castillo con naipes.

Viviana baja corriendo las escaleras y abre la puerta.

Un hombre medio rechoncho y bajito cruza la puerta a trompicones, mira en todos lados y como no encuentra a Jones, pregunta:

—¿Está aquí?

—¿Quién? —responde Viviana.

—Jones, ¿quién más?

—Está ocupado atendiendo un asunto real.

—¿Real? ¿De cuál reino?

—Del rojo… no estoy segura.

—No es momento para juegos, señorita, necesito hablar con el detective.
Pero antes de que Viviana pudiera contestar, Jones ya había salido de su estudio y, analizando al visitante, pregunta:

—¿Por qué yo?

—Qué pregunta —dice el hombre—, porque no hay nadie más.

—¿Qué hay de Freeman?

—Nadie lo ha visto desde hace dos días.

—Son buenas noticias entonces —dice Jones.

—¿Buenas?… Querrá decir terribles, verá…

Entonces el hombre relató lo sucedido, pero antes de entrar de lleno en eso, platiquemos un poco sobre Freeman.

Continuará…


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