Revista Literatura

La suerte de Nora

Publicado el 05 febrero 2012 por Marga @MdCala

 

El momento elegido por el azar vale siempre más que el momento elegido por nosotros mismos.  (Proverbio chino)

 

Recordaba la romántica sin remedio, con la mirada situada mucho más allá de su ventana, ese momento en que el azar, la suerte, la casualidad o el destino decidió por ella.

 

Sucedería treinta años atrás y sería durante la tarde en la que reordenaba las cartas que había recibido solicitando una cita a ciegas. Su exitoso anuncio en un periódico, prometiendo amistad y diversión, había logrado lo que ella tanto deseaba: atención y dedicación a su frágil persona y control sobre la situación.

 

Ella, Nora, se tornaría durante un tiempo la dueña de su vida y la persona que decidiría al hombre adecuado. Al hombre de su vida.

 

-Qué cómico me resulta recordar aquella escena y qué poco se parece mi momento de ahora a aquel de tanta dicha. ¿Qué será de mí sin Miguel? –se preguntaba amargamente, una vez había resuelto que todo tenía un final y que de nada servía prolongar la agonía de su matrimonio. Esperaría a que su marido llegase aquella tarde de tormenta, y cerraría el capítulo de su vida en común.

La suerte de Nora.

 

Mientras continuaba observando la pertinaz lluvia, Nora evocaba los sentimientos de ese pasado que tanto la reconfortaban. Pretendía clausurar aquella historia, tan real como bien escrita, memorizando el instante en que su sino eligió por ella.

 

Y regresó.

 

La muchacha de ayer se encontraba arrodillada ante el cajón secreto de su mesita de noche, colocando en tres bloques aquellas numerosas cartas de solicitud de citas, y su orden pensado era geográfico: “Otras ciudades”, “Capital” y “Provincia”. Había concluído que descartaría a los chicos del primer grupo y a los del tercero. Unos por su lejanía y dificultad para formalizar una relación. Otros por puro prejuicio social. Pero el destino, hermano mellizo del azar, no estaría de acuerdo…

 

Programadas y terminadas las citas con sus paisanos de la ciudad, Nora fue perdiendo la fe en su misión de conocer al hombre de sus días. Y en un ataque de rabia, tras volver de la que pensaba que sería su última salida con desconocidos, entró en su habitación y abrió con vehemencia aquel cajón que tantas esperanzas guardaba aún. Cogiendo los dos bloques de cartas restantes, se dirigió a la cocina para finiquitar el asunto en la papelera. Aquello había sido un fiasco absoluto.

 

Y fue caprichoso el azar…

 

La juvenil ira de la decepción consiguió dar muerte a todas las letras que sus pretendientes habían escrito para ella… salvo unas cuantas que -casualmente- provenían de un pueblo cercano. Ya en el comedor de su hogar, la madre de Nora le advirtió sobre una carta que yacía rebelde en el suelo del corredor. Y acercándosela, le presentó a su futuro esposo. Al que sería su querido Miguel, un chico de provincias, sin recursos, cuyo mensaje le tocó tan adentro que no podía hacer sino conocerlo y -con el tiempo- amarlo más que a su propia vida.

 

-Qué curioso -se decía Nora despertando a la realidad-, después de pensarlo y revivirlo, daría lo que fuera por comenzar de nuevo mi vida junto a él. Ahora que todo ha terminado y que no queda más que una última charla para concluir tres décadas en común.

 

Había guardado como un tesoro aquella epístola aún anónima que Miguel le escribiera tantos años antes. Solía rescatarla de entre sus reliquias cuando se sentía mal o tenía dudas sobre su relación, tan sólida en su base y tan movediza en su cima. El sobre ya había adquirido un ligerísimo tono amarillento que delataba sus días de reposo, pero seguía vivo, cumpliendo su misión de unir y ofrecer bálsamo a las penas de su dueña.

 

Mas el azar interpretaría su último papel y, tras una llamada de escalofrío, quiso situarla junto a la cama de hospital que ocupaba su marido después de sufrir un severo accidente de tráfico. Los médicos avisaron a la aún esposa de Miguel de que tendrían que empezar de cero… y que tuviese paciencia si quería ver resultados positivos.

 

Y ella, marginando el dolor y la incertidumbre que sentía, volvió a bendecir su particular suerte.

 


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