Revista Diario

La Vale

Publicado el 26 septiembre 2010 por Volando

A la Vale la conocí en mi segundo año de carrera, cuando llegué al que se convertiría en mi segundo piso de estudiante. La misma tarde que mi amiga y yo fuimos a verlo se presentó de repente, diciendo que como había escuchado mucho ruido, quería saber qué pasaba.

Así era ella, si había jaleo se presentaba sin más.

Todos los días venía por alguna excusa a nuestro piso; casi siempre atraída por el olor a café recién hecho que volaba desde nuestra cocina a la suya, una enfrente de la otra en el deslunado. Daba igual si lo hacíamos a las 7 de la mañana antes de ir a clase o a las 12 de la noche para ponernos a estudiar. Siempre las ventanas abiertas para poder hablarnos en cualquier momento. Si estaba cerrada, nos tiraba pinzas o nos chillaba.

Ya sabes cómo lo quiero, dos de azúcar y con un poco de agua.

Vale, que tienes azúcar.

Y si tienes alguna galleta sácamela. Y si tienes alcohol échale un chorrito.

Contra más le dabas más quería. A cambio, siempre tenía alguna historia que contarte.

Pues si, el cabrón de mi marido me dejó por una puta. Pero una puta de verdad, de las de la calle.

Nunca sabíamos si lo que decía era verdad o mentira, pero a nosotras nos encantaban sus historias. Siempre con el cabrón de su marido en la boca, con el desgraciado de su hijo pequeño o con el chanchullero de su hijo mayor.

Qué lástima mi hijo pequeño, media vida con drogas y otra media en la cárcel. Venga, vamos a escribirle una carta, apunta.

Y nos pasábamos dos horas escribiéndole una carta para el hijo, diciéndole cada 30 segundos que no fuera tan rápido, que no éramos máquinas. Pero ella seguía a lo suyo. Se ponía a hablar y hablar mientras andaba por el comedor, dándonos de vez en cuando un toque a la espalda mientras nos decía lo has apuntado todo, verdad?. Cuando acabábamos le metía un par de calcetines en un sobre para que no pase frío y se lo guardaba en la goma de la cintura de la falda para enviarlo al día siguiente.

Los mejores momentos nos los regalaba cuando veníamos el domingo por la tarde y nos contaba lo que había hecho el fin de semana y los jueves que organizábamos fiesta en casa.

En el primer caso, siempre nos contaba que se había ido con su amiga la Pili (que estaba un poco más loca que ella) al casino, y que después de jugarse los pocos duros que podían con su mierda de pensión, se habían puesto la peluca y se habían ido a bailar con los cubanos. Mientras nos lo contaba siempre bailaba, peluca en mano.

En el segundo, pues os podréis imaginar. Se volvía loca cuando había tanta gente en casa. Todos hablaban con ella, le daban cigarros y le rellenaban su vaso de vino con agua (nunca supe por que le ponía agua a toda la bebida) mientras se hacía la cena. Después, una vez sentados, ella era el centro de atención. Era genial. Nadie se aburría con la Vale.

Nunca supe como una persona que había sufrido tantísimo en su vida (repito, si es que todo lo que nos decía era verdad) podía tener tantísima alegría y vitalidad en su pequeño cuerpo. A nosotras nos levantaba el ánimo incluso cuando estábamos en exámenes.

A mediados del segundo año su hijo salió de la cárcel, y desde ese momento todo cambió. Se fué apagando poco a poco debido a los disgustos que le daba el hijo. Nunca me cagaré suficientes veces en él, hijo de puta. La apagó por completo. Tanto, que después de estar sólo 6 meses viviendo con ella, la Vale tuvo que ser ingresada. Quince días después, murió.

Nunca se me olvidará su cara la última vez que la vimos, justo un día antes de que muriera. Sus ojos ya no brillaban, su risa era forzada. Ya no era nuestra Vale.

Esa misma noche, mientras mi compañera de piso y yo hacíamos la maleta por que nos íbamos a su pueblo de vacaciones (acabábamos de terminar los exámenes) su hijo vino a nuestro piso. No pensábamos abrirle, por que, a parte de que no podíamos ni verlo, siempre venía a pedirnos cigarros, pero a través de la puerta nos dijo que esta vez no venía a pedirnos nada, sino a decirnos que su madre acababa de morir.

Sin una lágrima, sin un puto gesto de tristeza. Cabrón. Todo había sido por su culpa.

Desde ese día no hay ningún 26 de septiembre que no me acuerde de esa Vale con la peluca puesta, cigarro en una mano y vaso de vino con agua en la otra, bailando salsa.


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